El Último Cigarrillo

3.

“Dales a escuchar lo que desean, complácelos, y tu vida será más sencilla aunque eso signifique mentir…”

 

Al funeral llegó uno de los compañeros de la camaronera, tenía el mismo aspecto nervioso de una persona que desea irse de un lugar en el que no quiere estar.

—En nombre de la empresa, lamento mucho la muerte de tu padre. —Y ya, eso era todo. Lo dejé ir teniendo compasión de su miserable sufrimiento, pero él se devolvió para preguntarme algo—. ¿Te importa si me llevo las flores? —Señalando el ramo que el jefe le había obligado a entregar—. Tengo que arreglar un desliz, y no han pagado.

Como dije, miserable sufrimiento.

Junto a unos primos y tíos lejanos, de esos que se conocen porque se señalan con el dedo en una fotografía, cargamos el féretro; el peso de mi padre se sentía extraño sobre mi hombro; no era como cuando lo cargaba para llevarlo al baño, ni cuando lo transportaba del sofá a la cama, ésta vez lo cargaba hacia un agujero en la tierra donde estaría solo y en silencio, total silencio para siempre. No quería dejarlo allí, quería llevármelo a la casa, a esa rutina de no-hablar que tan bien nos salía; pero no, el viejo tenía que dormir junto a mi vieja.

Veía el rostro de mi viejo a través del cristal del féretro, el reverendo me daba mi tiempo para despedirme antes de hacer sus oraciones finales. Mi padre estaba hinchado, las mejillas sonrosadas  por un  mal intento de maquillarle de la funeraria, tenía la nariz y las orejas rellenas como el culo de un pavo y la boca y los ojos con un brillo blanco del pegamento; si se hubiera visto a sí mismo en ese momento hubiera dicho: “Parezco un maricón”.

Me reí, la última vez que me reí con el viejo fue cuando mi madre estaba viva, pero allí estaba yo, en su funeral, riéndome como un jodido loco junto a su féretro. La risa me supo a tierra y se convirtió en amargas cenizas en mi boca, y lloré. El vacío de la rutina me pareció más sólida que su completa ausencia, su ausencia de palabras la ansiaba antes que su silencio eterno, las riñas y desacuerdos a ésta maldita paz creada con su muerte, esa insípida rutina a no tener nada con él; yo aquí, él allá.

Cuando logré controlarme me sentí muy estúpido, estúpido y solo, como ahora en ésta jodida cafetería. ¿Cómo llegué a éste punto, joder? Sí, en eso pensaba, en mi vida de mierda antes de hoy, en esas cagadas y errores que me trajeron hasta aquí.

Luego del duelo volví a la camaronera, y ese primer día al regresar a casa esperaba encontrarlo viendo algún partido de la liga mexicana, le iba al América; o junto a la ventana, buscando la mejor luz para leer el periódico; pero al abrir la puerta esa sensación se esfumó. El sofá estaba vacío, vacío como mi vida.

No cociné nada, me cambié la ropa y como sólo tenía otro lugar a dónde ir me dirigí a la iglesia. La hija del reverendo me recibió con una sonrisa tan bonita que casi, casi me creo buena persona. Nos sentamos juntos a escuchar la prédica de su padre y me aventuré a sujetarla de la mano. Se sentía tibia y pequeña, ella se ruborizó y volvió a sonreír.

La llevé a comer luego de pedirle permiso a su padre. Ella pidió camarones empanizados, recordándome a mi viejo; se me pasó pronto, pero ella volvió a traerlo a la mesa confesándome que los camarones eran su comida preferida. Le conté lo de mi padre y su estrecha relación con esos mariscos.

—Lo siento, pero ahora está en un lugar mejor —dijo, estirando su mano para acunar mi mejilla en el gesto más tierno que me han dedicado desde que era un chico en los brazos de mi madre.

—¿De verdad lo crees?

—¡Claro! Debemos tener fe: Está en el paraíso con tu madre.

—No, digo, en serio. ¿Dónde está?

Mi pregunta la sacó de su ensueño, dejándola pensativa.

—¿Tú no crees verdad? —Presioné su mano contra mi mejilla, queriendo conservar ese calor—. No tienes fe.

—Créeme que lo intento, pero no, no puedo creer así. —Algo en sus ojos dejó de brillar—. ¿Ya no te gusto?

Tenía los ojos color avellana, y le volvieron a brillar. La besé en la mejilla, no porque quería algo de ella, sino porque necesita entregar a alguien los cuidados y atenciones que tenía reservados desde siempre. Salimos muchas veces en los siguientes seis meses, no dejaba de asistir a las reuniones y preparaba mis “celebres discursos”, y ella era la única que sabía que todo era una fachada, y más aún, intuía yo que ella sabía que estaba allí por cubrir mi necesidad de contacto humano.

Sé que sueno como un psicópata depresivo que cometerá una masacre en alguna sinagoga y luego se suicidará, pero con todo ella no me delató. Las chicas como ella están instruidas para alejarse de tipos como yo, pero no lo hizo, creo que le emocionaba aventurarse en lo prohibido, ir en contra de lo establecido y a mí me gustaba estar con ella, me convertía en buena persona. Éste pensamiento me inquietaba, me hacía sentir peor cuando no estaba a su lado, como el efecto post-droga.




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