“Mirarás al pasado y dirás: ‘Cuánto he aprendido, cuánto he amado, cuánto he cambiado’, y espero que sonrías”.
Mi corazón se llena de dicha porque un resquicio de esa gracia ha besado mi vida y ha permitido que mi hija me diga que me quiere por primera vez, y aunque me llama “tío” por ignorar quién soy en verdad, encuentro gozo en el gesto de amor más sublime que he podido recibir.
Han pasado las lunas y los meses en medio del trabajo y las responsabilidades, ya no tengo una buena noción del tiempo. Mi casa entera se ha convertido en mi estudio, salvo la cocina, las recámaras y el baño, no tengo más muebles y no los echo de menos. Me han llamado para exponer en dos ciudades más Facundo jura que él ya no tiene qué ver en ello, pero me cuesta creer que mi cuadro favorito “Katerina en sueños”, descanse ajora en una galería privada en París.
—Has trabajado años por esto —me dice Facundo—, te lo has ganado.
Yo no puedo evitar cuestionar cómo me lo he ganado y qué exactamente, si todo lo que he hecho es usar un disfraz y personificar un papel para lograr mi objetivo. Me he ganado algo, si es que lo he hecho en verdad, con mi esfuerzo y determinación, y eso es el cariño de mi hija. Aunque a su madre siga sin agradarle la idea de tenerme cerca y de que, para contrarrestar ésta emoción, se esconde detrás de una Salamandra.
¡Vamos!, que no es fácil sentir desagrado por el tipo cuando se le conoce y me doy cuenta por qué Celeste lo quiere: Es amoroso, sensible ante las emociones femeninas, con un talento increíble para los niños y la cantidad justa de paciencia para no explotar pero también para saber cuándo detener los impulsos; es listo, visionario, con preparación y ambición, tienen un rostro atractivo, labios gruesos, se viste bien y cocina bien.
—Está más bueno que comer con los dedos —dice Freddy, encerrado en la pequeña pantalla de la PC—. ¿Qué? Tú también, no te sientas mal. ¿Has bajado de peso?
—Gracias por notarlo —respondo con una sonrisa agria—. Me puse a dieta y comencé con el Gym hace dos meses. He bajado casi veinte libras.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Quería que se notara.
—Presumido. Eso quiere decir que estás cocinando más saludable. ¿Usas aceite de oliva?
—De girasol —corrijo—. Antonio dice que el menos en grasa.
—¿Antonio? ¿Hablas de eso con él? —Asiento—. ¡Joder!
—Lleva tres años haciendo yoga y comiendo en una dieta saludable. Me recomendó con el nutriólogo y conseguí descuento en el gimnasio gracias a él.
—Te lo digo, bro, el tipo es demasiada buena gente. Algo turbio tiene que tener.
—Yo creo que no. Intento y cada vez es más difícil encontrar motivos para desagradarme, pero la verdad es que todos se basan en la envidia.
—Pues es que nadie es perfecto, bro, ¡algo malo debe de tener! Tienes que descubrirlo —sentencia, señalándome con la cuchara con la que devora su cereal—. Por cierto, encontré un lugar en la feria nacional del libro el otro mes, así que podré ir a verte, guapo.
—¡Uh!, bueno…
—¿Qué?
—Voy fuera del país en unos días —anuncio—. Tengo una expo.
—¡Ese es mi gallo! ¡Te lo dije! ¿Ves? Todo va caminando, sólo tenías que ser paciente y enseñarle al bebé a gatear primero.
—Vale, gracias.
—¿Qué? ¿No estás feliz? —inquiere al notar mi arbitrariedad, mi amigo insiste en que le cuente qué es lo que me pasa ahora, mas no hay cómo, porque ni yo comprendo qué me ocurre.
Las paredes me oprimen, su peso recae sobre mis momentos felices para asfixiarlos con su angustia. El miedo, el temor de estar en un error, perdiendo tiempo, perdiendo vida, perdiéndome en un sacrificio inútil porque nunca llegaré a la meta.
Sonrisas extrañas, charlas y buen ánimo en esos otros que entrañan su vida con la mía, ¿sentirán ellos esta misma represión en su interior?, habrá algún peso en sus hombros también, uno existencial y perenne como el mío?, ¿o sólo seré yo el estúpido que se hace éstas preguntas, el idiota que no se resigna con los años, el que siempre tiene la esperanza de que ésta locura de vida se detenga?
Me arrastro como un moribundo por las horas como un moribundo en busca de ayuda, sediento en un desierto batallando para llegar al próximo oasis, deseando que todo se detenga al llegar y poder vivir mi vida contemplando el reflejo del sol sobre el agua.
Las energías se me agotan y ya no sé si debería seguir intentándolo, las energías quedan en los minutos que paso atrapado en éstas paredes y cada vez puedo menos. Les entrego mis sonrisas, les entrego mis fuerzas en cada gesto, en cada amabilidad y ya nada queda de mí para mí, para hacer lo que amor porque las fuerzas las he dejado en ellos. Les entrego todo de mí y aun así me dicen que no es suficiente.