El Último Deseo de Cupido

Capítulo 2: La huida perfecta (o la guerra declarada a Cupido)

“Cuando decides que es más fácil escapar que seguir recogiendo pedazos de flechas perdidas.”

Después de acumular un récord olímpico en la categoría “Desastres amorosos” —y créeme, ni el comité internacional se atrevió a darme una medalla por miedo a quedar mal con Cupido— decidí que lo más sensato era declararle la guerra. O al menos, hacerle ghosting. ¿Quién necesita amor cuando puedes tener paz mental y una temporada completa de tu serie favorita?

Así que empaqué mis maletas con la precisión de una espía en fuga. No faltó mi playlist de despecho, mis snacks emocionales (léase: chocolate y vino en formato portátil), y una carta dramática que dejé sobre la mesa como si fuera protagonista de una telenovela venezolana. ¿Qué decía? Algo así como: “Querido Cupido, tus flechas tienen peor puntería que mi ex el día que intentó cocinarme pasta sin hervir el agua. Te deseo lo mejor, pero lejos. Muy lejos.”

¿Una isla? Exacto. Un lugar donde el amor es solo una leyenda urbana, como el Wi-Fi gratis en aeropuertos. Donde las flechas son de madera, sí, pero decorativas, y los únicos compromisos que se hacen son con el protector solar y el buffet libre.

La isla era mi plan A, B y C. Un refugio para sanar, para reírme de mí misma, y para ponerle fin a esta maldición con humor. Porque si algo había aprendido era que llorar no arregla nada… pero un buen sarcasmo, sí. Y si viene acompañado de una piña colada, mejor.

Recuerdo especialmente a “El Arquitecto”. No porque supiera construir algo estable, sino porque logró derrumbar mi autoestima en tiempo récord. Me dijo que yo era “demasiado intensa” porque le pregunté si creía en el amor o solo en los algoritmos de Tinder. (Spoiler: él creía en los algoritmos.) Y en sí mismo, Mucho. Demasiado. Tanto que una vez me corrigió la pronunciación de mi propio nombre. Así que sí, gracias por esa lección, Arquitecto: aprendí que el ego masculino puede tener más pisos que un rascacielos.

Mientras el vuelo sigue su curso, mi mirada se hunde en las nubes blancas que como algodones abrazan mis recuerdos. A mí llegaban las imágenes de aquellos prospectos que, de alguna manera —cruel, a veces, cómica, otras— me enseñaron que la vida sigue, aunque a veces creas que no vale la pena… o que Cupido debería ser despedido por incompetencia.

Y así comenzó mi aventura. Una huida, sí. Pero también una declaración de independencia emocional. Porque Cupido no sabía que se había metido con la persona equivocada. Y esta vez, no pienso devolverle las flechas. Las voy a usar para encender la fogata.

Cerré los ojos y de la nada, los recuerdos -léase: pesadillas- abrieron las puertas del lugar más recóndito de mi cerebro, donde estaban guardadas.




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