El Último Deseo de Cupido

Capítulo 3: El Mago (Nada por aquí… nada por allá)

Si tuviera que ponerle un sombrero a ese ex, sería uno de copa, de esos antiguos y gastados que usan los magos de circo barato. Porque sí: el siguiente espécimen en mi arca emocional fue un ilusionista. Pero no de los que te sorprenden. No. Este era experto en desaparecer. Sobre todo, cuando más lo necesitaba.

Le decíamos “el mago”, y no por su habilidad para asombrar, sino porque se esfumaba. Literalmente. Emocionalmente. Energéticamente. A veces sentía que estaba saliendo con un holograma. Un día estaba y al siguiente ¡puf!, nada por aquí… nada por allá.

Sin darme cuenta compré boletos para estar en primera fila y con derecho a un autógrafo del artista.

Lo conocí en un taller de meditación. Sí, yo también pasé por esa fase. Post divorcio, emocionalmente vulnerable, rodeada de gente que olía a palo santo y hablaba de “alinear los chacras del corazón” como si fueran tuberías.

Él estaba sentado en flor de loto, con una camiseta de algodón orgánico y una mirada que prometía calma… o eso parecía. No me critiquen, ese día no llevé mis lentes.

Durante los primeros meses fue encantador. Atento. Me cocinaba curry con tofu (incomible, pero lo hacía con amor). Me leía cartas astrales (no acertaba ni a la posición de la luna, pero yo escuchaba). Me regalaba piedritas “con energía femenina” y hasta me escribió un poema que decía:

"Eres agua que fluye en mi cauce de luz".

Todavía no sé si quería seducirme o bautizarme.

Pero entonces empezaron los actos de magia.

Uno de los primeros que recuerdo fue una cita en mi casa. Habíamos planeado ver una película, cenar y quedarnos a dormir. Preparé todo. Puse velas, cociné pasta —nada espectacular, pero con queso del caro— y lo esperé con mi mejor pijama sexy de entrecasa.

Me escribió quince minutos antes: “Amor, hoy no puedo. Me siento muy disperso. Necesito estar conmigo mismo.” —Esa excusa la escribí en mi diario. Como un recordatorio del talento de este hombre. —

Me quedé ahí, sola, cenando mi pasta y hablando con una vela aromática de lavanda. Esa fue su primera desaparición. Después vinieron muchas más.

Otra vez me dejó esperándolo en un café durante casi una hora. Cuando por fin llegó, venía sin disculpas, solo con un libro bajo el brazo y una frase en la boca:

—Me perdí leyendo sobre la expansión del alma. El tiempo es relativo, ¿sabes?

Yo, en ese momento, ya no sabía si besarle la frente o pedirle un reloj como regalo. Cada excusa superaba a la anterior, y yo me sentía en una relación con el cosmos.

Y el número final, su “gran acto de escapismo”, fue en mi cumpleaños. Había organizado una cena pequeña con unos amigos. Nada lujoso. Solo quería estar rodeada de gente querida.

Él me prometió que llegaría. Me mandó un mensaje a las siete: “Ya casi salgo. Estoy cerrando un ciclo energético.”

Nunca apareció. Ni llamada. Ni explicación. Al día siguiente me mandó un audio de cinco minutos donde hablaba de que “la energía de los grupos grandes lo desestabilizaba” y que “prefería conectar conmigo en la intimidad cósmica del silencio”.

Ahora me pregunto: si ese tal círculo energético tenía pies y manos.

Ese día no lloré. Solo me tomé una copa de vino y lo bloqueé de todas partes. Porque ya no podía más con su espiritualidad de medio pelo. Porque hay escapes que no son místicos, son cobardes. Y este mago, más que sanador de almas, era un experto en evadir compromisos, sentimientos y cualquier tipo de madurez emocional.

Duramos un año. Un año exacto de desapariciones, silencios, excusas con aroma a incienso y discursos huecos sobre la libertad.

Cuando se fue —o mejor dicho, cuando por fin dejé de invocarlo y quemarle incienso—, me sentí más liviana. Como si se hubiera evaporado un fantasma.

Tal vez todavía anda por ahí, buscando su “yo superior” en algún retiro espiritual o perdido entre las hojas de un libro que no entiende del todo.

Yo, en cambio, me quedé con una frase que me tatué en el alma:

“No se puede construir amor sobre humo.”

Porque ya aprendí a identificar a los magos desde el primer truco. Y si el conejo que sacan del sombrero soy yo, mejor no juego.




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