El viaje sin retorno

2. La roca del lago

Al fin me he atrevido. Hace tiempo que siento que debo hacerlo. Mi madre no lo aprobaría, no se lo digo. Que su hija veinteañera se vaya sola a la montaña, a realizar una suerte de senderismo meditativo durante una semana, no es plato de buen gusto para ningún progenitor. La versión oficial es que me voy con mis amigas a un apartamento de Benidorm.

Siempre he sido algo rara. Y aventurera. Estoy harta de que les digan a las mujeres lo que han de hacer. No pienso tener miedo, pase lo que pase. Como ser humano adulto, poseo todas las herramientas necesarias para salir de cualquier situación; igual que un hombre.

Me voy lejos. La cabaña que he alquilado es acogedora y rudimentaria. Una vez descargo y ordeno mi contingente de conservas, exploro los alrededores. Bosque y más bosque; lo que yo buscaba. Algún que otro sonido que sugiere el movimiento de la pequeña fauna. No espero cruzarme con ningún otro ser humano, sería lo ideal para mis sesiones de meditación.

Los primeros dos días hago rutas de senderismo. No tengo palabras para describir la belleza del lugar. Hay un lago de ensueño cerca. Allí es donde, el tercer día, decido realizar la primera sesión de meditación. ¿Por qué hacerla en la cabaña, teniendo esta maravilla de la naturaleza cerca? Es un lago pequeño, que los sauces de las orillas parecen querer esconder con su pronunciada inclinación. Hay una minúscula isla en el centro; no, se trata más bien de una roca emergida. Será mi santuario, mi Meca; me orientaré hacia ella al meditar. Me siento en la orilla cruzando las piernas, cierro los ojos y me abro a las sensaciones que el lugar me brinda. La brisa sobre mi piel, los rayos del sol acariciando mis párpados, los sonidos del bosque estimulando mis oídos. Jamás he experimentado una paz semejante. Pongo la mente en blanco. Me cuesta, incluso en este lugar sigo siendo un ser humano con preocupaciones de ciudad. Soy una persona inquieta, pero trato de relajarme. Durante breves lapsos sí consigo desechar los pensamientos. Comienzo a sentir la presencia de la naturaleza de otro modo. Pasa a ser una protagonista y una amiga. Los árboles son entes vivos, lo olvidamos a menudo. Quizás por autosugestión percibo sus almas. Una mosca revolotea en mi oreja, da fin al pseudo-nirvana. Abro los ojos, el mundo parece diferente; de otros colores al menos. La roca emergida del lago parece brillar. No hago caso, sé que se producen efectos ópticos al abrir los ojos tras mantenerlos cerrados un rato. Pero mi Meca ya ha lanzado sus redes sobre mí; me parece más grande, me hechiza, me atrae, quiero nadar hasta ella. Sé nadar, no habría problema, y el agua está tranquila. Me apetece bañarme, ¿cómo no se me había ocurrido antes? No quiero mojar la ropa, pero me da miedo desnudarme. ¿Miedo? ¡No! Me prometí no tener miedo. No he visto a nadie en tres días, no va a aparecer alguien justo ahora. Me desnudo y dejo la ropa ordenada en un montón. Hace frío. Sólo he de aclimatarme, entrar al agua ayudará. Me sumerjo poco a poco; el agua está helada. Tonterías, si el agua no está congelada se puede una bañar. Me muevo para entrar en calor, braceo, hago largos. Las palabras paraíso y felicidad acuden a mi mente. Es el mejor retiro espiritual que alguien pueda desear. Ya no siento el frío, pero quiero subirme a la roca. Una voz interna me dice que quiero parecer una sirena de las historias mitológicas, bella e inaccesible. ¿Será posible que los estereotipos sobre las mujeres me sigan influyendo incluso aquí, tan lejos de todo? Ignoro mis pensamientos, obedezco mis impulsos.

Escalo la roca. Es cálida y suave, agradable tocarla. Me siento en ella, cierro los ojos y oriento mi cara al sol. Escurro mi pelo y lo echo a un lado. Me quedaré aquí hasta que me seque, y entonces volveré a bañarme. Voy a intentar de nuevo la meditación. Mejor en el santuario que mirando hacia el santuario, ¿no? Es curiosa la capacidad del ser humano para sacralizar ciertos objetos y lugares. Fuera pensamientos. Me es imposible, demasiadas sensaciones placenteras. El sol, la brisa, la soledad... Poder estar desnuda en plena naturaleza sin que haya un hombre observando y juzgando. Me siento tan a gusto que me entra sueño. Apoyo la espalda en la roca y me sumerjo en los mundos oníricos.

Mi despertar es intranquilo, algo me ha alertado. Espero que nada ni nadie perturbe la maravillosa experiencia que estoy viviendo. Oigo pasos. No me puedo creer que alguien vaya a estropear mi momento. Aguzo el oído. Parecen pasos de una sola persona. Las ramas crujen. Se acerca. La floresta es espesa, no distingo a nadie. No sé qué hacer, ¿me quedo aquí o me meto en el agua? Me siento más segura en la roca, pero más visible. Y no quiero hacer ruido al zambullirme. Quizá si no me muevo no me oiga y pase de largo. Es un hombre. Vislumbro su silueta atravesar los sauces más cercanos. Me entran ganas de llorar. Es evidente que habrá visto mi montón de ropa y querrá inspeccionar. He de ser fuerte. No por ser hombre ha de violar a la primera chica desnuda que vea. Tampoco sabe si estoy sola. Y quizás sea un anciano, alguien inofensivo.

El hombre camina hasta mi montón de ropa en la orilla. Lo veo. Me ve. Hago esfuerzos para no entrar en pánico. Cruzo las piernas y cubro mis pechos con los brazos. Es joven, de unos treinta años. Lleva una mochila de excursionista, botas de montaña, gafas de sol. Se trata de un senderista como yo, solitario e inofensivo; trato de creer esto último con todas mis fuerzas. Pese a sus gafas oscuras, es obvio que tiene la mirada clavada en mí. "¿No querías ser una bella sirena que derrite la mirada de los mortales?", me dice una voz interna e inoportuna. "Ahora sólo soy un cachorro de cervatillo, abandonado por su madre y a merced de los depredadores", contesta mi conciencia. Noto cierta indecisión en el hombre, como si fuera a reanudar la marcha y después cambiara de opinión.



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En el texto hay: crimen, romance, drama

Editado: 14.10.2024

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