El viaje sin retorno

13. Los pasillos del odio

Dicen que el amor es el motor de nuestras vidas. Discrepo. Hay uno mayor: el odio. A causa de él podemos llegar a hacer cosas de más envergadura y repercusión que por amor. De hecho, el odio es una versión magnificada del aquél, sólo que en su polo negativo. Y se sabe que los polos siempre están conectados. Tanto, que se parecen terriblemente. El amor y el odio nublan el entendimiento, y prescinden de la autorización de la persona objeto para hacerse sentir. Toman las riendas de nuestras acciones y nos suelen conducir a desenlaces desastrosos.

El odio tomó las riendas de mi vida y me marcó un plan de acción.

En fin, no fue difícil planearlo. Sí lo fue ejecutarlo. Y salió mal, como no podía ser de otra manera. Ya lo he dicho, el odio nubla el juicio.

Él me había caído bien una vez. Recalquemos el “había”. Y el “una vez”. Pareció una persona bastante afable durante mi primer día de trabajo, pero a partir del segundo se desató la bestia. No recuerdo que nadie me lo haya hecho pasar de manera tan miserable en el trabajo. Se creía “mi jefe”, cuando en realidad no era más que un alma despreciable que se nutría del sufrimiento de los demás. Aún me pregunto por qué fue simpático el primer día. Lo único que se me ocurre es que al mismo tiempo que yo empezó una chica de bastante buen ver, la cual ya no volvió el segundo día (no quiero imaginar por qué). Desaparecido el estímulo que hacía babear a la hiena, ésta se mostró en su verdadera forma. Iván era su nombre, y desde entonces no quiero conocer a ningún Iván; hasta tal punto llegó la irracional reacción por mi parte.

Se trataba de un hotel de lujo cerca del centro de la ciudad. Yo no veía con buenos ojos hacer la pelota a ricos prepotentes y prejuiciosos, pero mi nuevo trabajo lo requería en cierta medida y estaba dispuesto a ceder, de momento. Necesitaba el dinero.

Me proporcionaron un atuendo inapropiado para la época del año. Era julio y llevaba hasta chaqueta y corbata. El hotel se instauró sobre un antiguo edificio que había cumplido diversas funciones a lo largo de su existencia; ancho y plano, desde luego carente de la planta adecuada para la función hotelera. Al ocuparme de los servicios de habitaciones, tardaba más de lo deseable en llegar y los clientes se impacientaban. La cosa se complicaba si tenía varias comandas muy juntas. Me era imposible servir todas a tiempo. Mención aparte merece el hecho de que acababa sudado y cansado tras tanto viaje por un hotel tan horizontal, con sus pasillos infinitos. Los hoteles deben ser estructuras verticales, de toda la vida de Dios.

Lejos de ayudarme con mis estresantes pedidos, Iván se colocaba tras de mí, frenándome con sus constantes aguijoneos. Las malas palabras cruzadas constituían la norma, y yo incubaba un estrés latente. En una ocasión mantuvimos una peculiar conversación concerniente a la elaboración de capuchinos:

—Disculpa, Iván, me han pedido dos capuchinos para la habitación 231.

—¿Y bien? Hazlos.

—Ya… resulta que no me han enseñado. Debería ir a cafetería a que me los hicieran.

—Cafetería está cerrada, y no están para esto. Tienes que saber hacer los capuchinos, Guillermo, ¿o para qué estás aquí?

—Me han contratado para portero y mozo de equipajes, todo lo que es comida y servicio de habitaciones creo que no me corresponde.

El rostro de Iván adquirió una agorera tonalidad carmesí.

—¿Perdón? —ladró.

—Mira, por favor, ¿me puedes ayudar a hacer los capuchinos? Ya llego tarde.

Iván se bloqueó. Después salió dando un portazo y oí cómo gritaba a un camarero para que entrara a ayudarme. El rostro de aturdimiento con que éste entró hizo que se ganara mi inmediata confianza. Su expresión denotaba un odio profundo hacia Iván. Eso era motivo más que suficiente para mí.

—Hola, me llamo Óscar. Me ha dicho Iván que necesitas ayuda.

—Sí, compañero. Por favor. Ese tío es gilipollas.

—¿Piensas eso? —Se rio—. Si es así, aquí tienes un amigo.

Le abracé. Fue el abrazo más precoz que he dado a alguien.

—Hazme dos capuchinos, compañero.

Por suerte pude tejer una red de amistades como Óscar en el hotel; conforme pasaron los días me percaté de que Iván había sido capaz de abrir diferentes frentes de enemigos dentro del hotel, en cada uno de sus departamentos. En determinados círculos reducidos le llamaban Iván el Terrible, apelativo que no dudé en usar en adelante.

La verdadera humillación se produjo a la semana de entrar a trabajar allí. Por la mañana Iván me había mandado sacar unos cheslones a la terraza interior, bajo un hiriente sol y treinta y ocho grados de temperatura. Pese a mis peticiones, no me permitió quitarme la chaqueta para realizar la tarea ni mandó a alguien para ayudarme. Los cheslones eran endiabladamente pesados, y a los dos minutos el sudor recorría mi cuerpo. Cuando acabé la tarea, me encontraba mareado y empapado. Aún hoy pienso que estuve a punto de sucumbir a un golpe de calor. Iván salió a mi encuentro y la mueca que se formó en su semblante me reveló los sibilinos recovecos de su alma putrefacta.

—Guillermo, así no puedes trabajar. Tienes un aspecto asqueroso.

—Me has hecho salir con chaqueta al sol, ¿cómo quieres que esté?

—Estás todo mojado. Ves y date una ducha a los vestuarios.



#1329 en Otros
#295 en Relatos cortos
#805 en Novela contemporánea

En el texto hay: crimen, romance, drama

Editado: 14.10.2024

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.