El viento azotaba las copas de los árboles donde descansaba la pequeña cabaña minutos antes de que llegara la lluvia.
Megan se había quedado dormida en el sofá mientras leía un libro de veterinaria y el fuego se había casi extinguido.
Los ojos de Satán se abrieron de golpe y se incorporó en la cama con las orejas hacia atrás y mirando fijamente la puerta. La tabla de madera se abrió unos segundos después con una ráfaga de viento despertando con un sobresalto a la chica y a Héctor.
La muchacha se levantó del sofá y se acercó al hueco de la puerta abierta para cerrarla, pero el viento soplaba con fuerza y la lluvia tampoco ayudaba.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó el joven al sentarse en la cama dispuesto a levantarse para ayudarla.
—No te preocupes. Solo necesito un minuto —contestó ella haciendo fuerza para cerrar la puerta antes de que la lluvia empapara todo el interior de la casa.
Ya casi estaba cerrada cuando vio que un reguero de tierra se acercaba a ella, reptando como una serpiente, por las tablas del suelo. La chica soltó la puerta y se alejó de la tierra mojada que, poco a poco, se adentraba en la vivienda.
—¿Qué te ocurre? —quiso saber Héctor al verle el rostro más blanco de lo normal.
Megan no podía hablar, así que, señaló al suelo. Nunca había visto ese comportamiento en la tierra. Es más, nunca había visto que la tierra se moviera así.
El hombre miró hacia donde le señalaba y abrió los ojos de par en par. Él sí había visto que la tierra se moviera, pero nunca por voluntad propia.
De repente, Satán empezó a gruñir y unas ramas de árboles entraron por la puerta, directas hacia la chica inmóvil. Se había quedado con la espalda apoyada en la pared y ya no tenía escapatoria.
Las ramas rodearon su cuerpo para apresarla entre ellas y la tierra reptó por sus piernas, su vientre, sus brazos y, por último, su cabeza como si la estuviera enterrando viva.
Héctor intentó controlar la tierra, pero ésta no le hacía caso. Tenía voluntad propia.
Una de las ramas se alejó de la chica y se dirigió hacia el hombre. Lo agarró por el torso y lo acercó a la muchacha. La tierra dejó espacio para el joven, para que tocara y sintiera la piel de ella mientras ésta lo miraba con el miedo reflejado en sus ojos celestes.
—¿Qué está pasando? —le inquirió ella sin poder evitar el contacto del cuerpo masculino.
—No estoy del todo seguro —le dijo él intentando pensar.
«Debería haberle preguntado a Andrew lo que ocurrió cuando supo que era el alma gemela de Anabel».
No había pasado ni un minuto cuando la tierra y las ramas se alejaron por donde habían venido dejándolos en el suelo con suavidad.
Megan empezó a respirar agitadamente y gritó de dolor cayendo a cuatro patas en el suelo.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella con los dientes apretados con fuerza.
—No creo que me creas si te lo digo. Casi no me lo creo ni yo —respondió él desconcertado, pero también emocionado.
Otro grito salió de la garganta de la chica, aunque más bien fue un gruñido. El hocico se le alargó, las manos se convirtieron en zarpas y el pelaje cobrizo y negro de un leopardo la cubrió rasgando sus ropas.
—Vale, te aseguro que esto no me lo esperaba —le aseguró el chico a la hembra de leopardo que se encontraba delante de él, mirándolo con sus ojos celestes y enseñando los dientes.
—Tranquila, no soy tu enemigo —la intentó calmar. El felino desvió su mirada hacia Satán que seguía de pie en la cama—. Él tampoco es tu enemigo —Héctor se interpuso entre los dos felinos y levantó las manos lentamente para enmarcar el rostro del leopardo—. Megan, relájate. Piensa en tu forma humana y volverás a ser tú.
El animal parpadeó dos veces, cerró los ojos y, poco a poco, el rostro de la chica apareció entre las manos del hombre.
—¿Qué…? —empezó a preguntar la chica.
—Quieres saber lo que te ha pasado, ¿verdad? —la muchacha asintió—. Creo que ahora eres un elemental de tierra.
—¿Un qué?
La mirada del chico se desvió hacia el cuerpo desnudo de ella con una sonrisa dibujada en sus labios.
—¿Por qué sonríes? —le inquirió ella.
—Será mejor que primero te vistas.
Megan bajó la mirada y se tapó los senos con los brazos y, la entrepierna, cerrando las piernas.
—¿Dónde está mi ropa? —quiso saber con las mejillas sonrojadas.
—Rota —Héctor le señaló los jirones de tela en el suelo.
—¡No mires! —le gritó—. Cierra los ojos hasta que me vista.
—Relájate. Ya estamos empate. Tú me has visto desnudo y yo a ti.
—Qué gracioso. ¡Cierra los ojos!
—Está bien —el hombre obedeció y sintió cuando ella se levantó y corrió hacia el arcón para coger las prendas.
—Ya está. Ahora explícame eso de que soy… ¿Un qué?
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Editado: 11.03.2024