Entré a la casa con una sonrisa en el rostro; había tenido un día maravilloso al lado de mi hermana.
Antes de subir las escaleras, unas voces provenientes de la sala llamaron mi atención. Me acerqué sin hacer ruido, y al ver la silueta de Marcos de espaldas, caminé de puntillas hacia él. Lo rodeé por el cuello con mis brazos y dejé un par de besos en su mejilla.
—¿Hola? Ya estoy en casa —susurré junto a su oído.
No respondió ni se movió. Bajé la mirada hacia sus manos y me quedé helada: sostenía un arma.
Mi corazón comenzó a latir con fuerza mientras levantaba la vista hacia el frente. Entonces lo vi. Un hombre, al que no había notado por estar concentrada en Marcos, se encontraba allí de pie. Vestía un traje negro sin corbata, con los primeros botones de su camisa desabrochados, dejando al descubierto una cadena que colgaba alrededor de su cuello. Bajé la mirada a sus manos; llevaba varios anillos, dos en cada mano.
Finalmente, mis ojos se posaron en su rostro. Su expresión era seria, y su mirada, fija en Marcos. ¿Qué estaba ocurriendo aquí?
—¿Marcos? ¿Qué sucede? ¿Quién es este hombre?
No obtuve respuesta. Marcos seguía ignorándome por completo, como si solo se dedicaran a mirarse el uno al otro.
—¡Marcos, caramba, ¿qué pasa?! —exclamé, golpeándole el hombro. Aun así, no reaccionó.
Frustrada, me coloqué frente a ambos, girando la cabeza de un lado a otro, pero ninguno parecía dispuesto a moverse. ¿Estaban paralizados… o muertos?
Me acerqué al hombre desconocido, que tenía el aspecto de un desquiciado, un posible asesino. Moví mi mano de arriba abajo frente a su rostro, pero ni siquiera parpadeó. Decidí tocarle la cara con el dedo índice, pero antes de que pudiera hacerlo, su mano atrapó mi muñeca con una fuerza que provocó un leve dolor.
Solté un quejido, sorprendida, cuando de repente sentí la presencia de Marcos detrás de mí, apuntándome con su arma. ¿Qué demonios estaba pasando? Hace un momento había llegado feliz, y ahora me encontraba en medio de lo que parecía un duelo de miradas desafiantes entre dos hombres, como si fueran niños jugando a ver quién parpadeaba primero. Pero esto no era un juego; uno estaba a punto de disparar, y el otro ni siquiera hablaba.
El desconocido soltó mi muñeca. Su mano era áspera, como la de alguien que había pasado años en el ejército o en trabajos duros.
—¡Ve a la habitación ahora mismo! —me ordenó Marcos con voz firme, sujetándome del brazo. Su tono me asustó.
—¿Qué sucede? Por favor, dime qué está pasando.
—¡Que vayas a la habitación, ahora mismo, he dicho!
Gritó mientras apretaba aún más mi brazo. No dije nada, solo apreté los dientes, aguantando el dolor. ¿Qué le pasaba? Sus ojos estaban llenos de furia, su mirada era penetrante y extrañamente ajena. No parecía ser el mismo Marcos tierno y cariñoso que conocía.
Llevé mi mano con cuidado hacia la suya, intentando que me soltara, y finalmente lo hizo. Apenas me liberé, lo miré con una mezcla de desconcierto y desagrado antes de darme la vuelta y salir sin mirar atrás.
Cerré la puerta de la habitación con el seguro, tratando de contener la mezcla de emociones que me invadían. Me quité la chaqueta y me acerqué al gran espejo que ocupaba casi toda la pared.
Con brusquedad, limpié las lágrimas que caían de mis ojos, pero al bajar la mirada, me quedé helada. Allí, en mi brazo, estaba la marca que Marcos había dejado al apretarme, y de inmediato me vinieron recuerdos dolorosos. Era la misma huella que una vez D'omico dejó en mi piel.
Después de darme una ducha y ponerme la pijama, me senté en la cama abrazando la almohada. Miré la puerta asegurada, con la mente aún revuelta. No sabía quién era aquel hombre misterioso ni qué estaban haciendo él y Marcos a esas horas. Pero decidí no preocuparme más. Cerré los ojos, aunque una extraña sensación seguía pesando en mi pecho.
—<<Aleska>> despiértate, cariño. Sé que no estás dormida —susurró una voz cerca de mi oído.
Sentí un suave beso sobre mi cabeza, y mi cuerpo se tensó. No había podido conciliar el sueño; cada pocos segundos abría los ojos para comprobar si la puerta seguía cerrada. Increíble, pero cierto.
—¿Qué quieres? —dije con frialdad, dando un ligero empujón hacia atrás con el hombro.
—Aleska, no estés molesta conmigo. No quería que te involucraras en esto.
—No digas nada. No quiero escucharte. Vete
—¿Aleska?
—¿Aleska qué? —repliqué con sarcasmo, girándome para mirarlo—. Marcos, te atreviste a lastimarme.
—Pero yo no he hecho nada.
Me incorporé ligeramente, arqueando las cejas mientras apartaba la manta que me cubría.
—¿Esto te parece nada? —dije, señalando la marca en mi brazo—. Eres un miserable como todos los demás. Todo es perfecto hasta que se cansan de follarte, y luego...
—No, Aleska, sabes que nunca te haría daño.
—Lo único que sé es que no puedo confiar en ti. Eso es todo lo que sé por ahora.
Me giré nuevamente, envolviéndome en las cobijas. No quería nada con Marcos en ese momento. Sentía una presión en el pecho, una mezcla de rabia y dolor que me resultaba familiar. No quería llorar; siempre pensé que llorar me hacía débil, como mi madre solía decirme. Pero, con el tiempo, uno se acostumbra al dolor. Cuando vuelve a aparecer, ya ni siquiera puedes diferenciar entre una cosa y otra.
Marcos seguía allí, sentado a mi lado, con una mano descansando sobre mi cintura.
—¿No piensas irte? —murmuré con los ojos cerrados mientras me deslizaba más hacia el centro de la cama—. ¿O planeas pasar la noche sentado como una estatua?
—Aleska, por favor, perdóname.
Solté una risa seca, incorporándome para sentarme y cruzar los brazos.
—Esto es chistoso, ¿sabes? Tu perdón me recuerda a alguien… a una estúpida que siempre perdonaba al bastardo que luego terminó haciéndole daño.
Su rostro y mirada cambiaron rápidamente, como si mis palabras le hubieran golpeado. Relamí mis labios, decidida a seguir hablando. Hoy quería liberar todo ese dolor, dejarlo salir de una vez por todas.