Elvis y Luna

Traición

Poco a poco me fui ganando el derecho de volver a tener salidas, fiestas y reuniones. Pero Ruth seguía sin tener el mismo trato conmigo, ahora se juntaba con otro grupo de chicas de cursos superiores y que la conocían por sus hermanos pero a mí no me daba ni bola. Ni siquiera me dirigió la palabra cuando fuimos con el colegio a la Misa del Milagro, como todos los años. Durante la celebración religiosa ella se sentó alejada de mí y no me miró ni para darme la paz, y una vez terminada la misa tampoco se acercó a mí cuando nos cruzamos en la cafetería del New Time para el tradicional desayuno después de la Misa, y eso que nos habíamos sentado con un par de mesas de distancia.[1]

Aunque sí saludó a Ana con la mano cuando ella me pasó a buscar en el “monolo” luego de la Misa para que vayamos a pasear por ahí estando yo todavía vestida con el uniforme de gala del colegio.

Pese a que Ana y yo nos habíamos vuelto más unidas y fin de semana de por medio nos juntábamos en el “monolo” con el resto de góticos y darks, no había logrado encajar en su círculo de conocidos ya que “no tenía ese imprescindible deseo de morir a cada segundo” o “que tenía demasiada luz”. Me sentía como un sapo de otro pozo, como si fuese la pieza de un rompecabezas que no podía caber en ningún lado. Así que por mucho que mi amiga me insistió en que siga intentando encajar decidí ser una paria y quedarme sola.

Ana pasó a ocupar el lugar de Ruth en mi vida, y lo que antes compartía con la rubia ahora lo hacía con la morocha. Hubo una serie de cambios que me costaron un poco asimilar. Por ejemplo, lo que antes era ir a comprar ropa con Ruth en el centro o en el shopping se había transformado en quedarse en el parque San Martín (la versión salteña de Central Park pero mucho más sucia y pobre) o quedarse en el patio de comidas a charlar. Ana no tenía la misma posición económica que yo, y mucho menos que la de Ruth, así que nuestras actividades se limitaban a lo que su bolsillo le permitía; y pese a que de vez en cuando podía invitarla a una Coca-Cola con galletas, o un sándwich, o algo así, había ocasiones que mi amiga no tenía ni para el boleto del colectivo; en esas situaciones nos juntábamos en su casa.

La mamá de Ana, Paula, trabajaba en negro[2] en un casino de noche, lo que le pagaban apenas cubría los gastos imprescindibles del mes como pagar el alquiler de la casa donde vivían hacía más de diez años, los servicios y comer medianamente bien, pero para comprarle a su hija un par de zapatillas o algo de ropa (todo trucho[3]) Paula tenía que hacer muchas veces horas extra, así que su hija estaba la gran mayoría del tiempo sola en casa.

Cuando mi amiga no tenía ni un sope[4] partido a la mitad iba a visitarla a su hogar. Su casa era bastante humilde, estaba justo frente a un jardín de infantes del barrio y como decoración de entrada había un auto abandonado, sin vidrios ni ruedas, oxidado y con el capó levantado. Al inmueble se le estaba saltando la pintura de las paredes exteriores, parecía un dálmata; tenía pedazos de color gris oscuro (que supongo era el color que habían elegido para pintarla) y trozos de gris claro desperdigados por aquí y por allá, no le vendría nada mal una mano de pintura… O dos.  El frente estaba custodiado por rejas de color negro (a las cuáles también les hacía falta un par de manos de pintura) y hacían juego con las de las ventanas, el jardín frontal carecía de plantas salvo por un único arbusto que pedía a gritos un poco de agua y el pasto estaba más amarillo que verde.

Se podía ingresar a la casa ya sea por la puerta principal o por la puerta del lavadero, la cual estaba justo frente al arbusto sediento. Pero para entrar por ahí hacía falta una llave y rogar que la mamá de Ana no haya puesto el seguro del otro lado, por lo general únicamente sacaba el pasador de esa puerta cuando llovía y no quería que su hija entre con las zapatillas llenas de barro a la casa.

Adentro la cosa no mejoraba mucho, un desvencijado sofá, que olía terriblemente a cigarrillo, estaba apenas entrabas a la casa, mirando de frente a un televisor Hitachi. Tenía varios agujeros y la amarillenta mantilla que cubría el respaldar no hacía ni medio esfuerzo por tapar la fealdad del mueble. Arriba del televisor habían un par de adornitos de porcelana que al parecer tenían varias décadas, y en la mesita que lo sostenía también se podían apreciar un par de fotos, algunas en blanco y negro y otras pocas a color. Pude apreciar que en ellas aparecían tanto Ana como su mamá y una señora que, por el parecido físico, supuse se trataba de la abuela de mi amiga.

En la cocina-comedor el mobiliario mejoraba un poco al poder encontrar un juego de mesa y sillas de aluminio que, por lo visto, habían sido adquiridos hacía poco tiempo, pero la vieja heladera Siam y el horno Orbis desentonaban terriblemente con  el conjunto de cocina. O quizás el conjunto de cocina desentonaba con los viejos electrodomésticos, nunca lo sabré a ciencia cierta.




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