“El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos.”
William Shakespeare.
Samuel
Una, dos, tres... Llevaba dando vueltas en la cama sin poder consolidar el sueño, el cual lo había perdido hace un rato tratando de buscar una solución a todos nuestros problemas.
Me senté a la orilla de la cama y apoyé mis codos sobre mis rodillas, froté varias veces mi rostro con mis manos en señal de frustración. Traté de recordar casos anteriores, rituales, hechizos, amuletos, algo que nos sirviera para liberarnos.
-¿Cómo?- Imploré al cielo, levantando mi cabeza para observar el techo con urgencia- Si tan solo recibiera ayuda de alguien, quien sea.- Bajé lentamente mi cabeza fijándola en el pequeño escritorio que había al otro lado de la habitación, del cual no me había percatado antes. Vagamente me acerqué hasta él, para distraer un poco mi cabeza y así poder pensar mejor.
Sobre éste se encontraban varios portarretratos con fotografías de Paris y Adara, unas revistas y varios libros también. Deslicé mi mano por la superficie, admirando cada detalle, para luego dejarme caer en la silla del escritorio.
Pasé ambos brazos por detrás mi cabeza mientras que estiraba mis piernas por debajo del escritorio, donde sin querer golpeé algo con mi pie izquierdo. Giré mi cabeza rápidamente para comprobar que Paris no se había despertado, y definitivamente no lo había hecho, sólo se removió un poco en la cama para seguir durmiendo. Agaché mi cabeza para ver que había golpeado y noté un libro debajo del escritorio, lo tomé con mis manos para ver que decía.
Me reincorporé en la silla y sacudí el libro que estaba lleno de polvo. Era de un color azul opaco, se notaba que era viejo, ya que sus páginas tenían un color amarillento desgastado. Cuando ya no tenía más polvo, lo abrí y ojeé lo que había adentro, era una historia.
La historia de dos corazones que se amaron hasta el final...
Había una vez, hace mucho tiempo atrás, una chica de tan sólo dieciocho años logró sacarme de mis cabales. Con su cabello color chocolate, y sus ojos marrones, como la tierra, habían logrado cautivarme de una manera única.
Ella era la princesa de una antigua tribu de guerreros, que solía frecuentar, algunas veces, el bosque de Couvet.
Al igual que ella, yo también visitaba ese extraño bosque, por el simple hecho de poder verla practicar sus movimientos de lucha. Se desplazaba ágilmente para una chica de su edad, era como si fuera la protagonista de la historia, y yo su único espectador.
Todos los días a la misma hora me sentaba a observarla entre medio de los arbustos. Nunca me he atrevido hablarle, el simple hecho de que yo sea un ángel complicaba las cosas, puesto que estaba prohibido relacionarse con humanos. Pero un día todo eso cambió.
Un día, sin querer pisé una rama, haciendo que ésta se rompa y que ella se pusiera en alerta. Me quedé totalmente tieso en mi lugar, para tratar de pasar desapercibido, y así fue, porque ella se marchó en otra dirección. Al momento de que no escuché nada, relajé todos los músculos de mi espalda.
Una sonrisa tonta se formó en mi rostro, al pensar que pudo haberme visto. Estaba a punto de marcharme, cuando una flecha rozó mi brazo y cuando quise darme la vuelta para ver que había ocurrido, un peso en mi espalda me hizo caer al suelo. De un momento a otro no podía mover mis pies ni mis manos, me encontraba totalmente inmovilizado.
¿Quién eres y qué quieres?
Preguntó entre dientes, pero yo no le pude responder, porque todo el aire de mis pulmones me había abandonado, era ella. Al parecer, no le gustó mi silencio, ya que asomó la punta de un cuchillo de hueso a mi cuello, sin embargo no contesté, por lo que me volteó de golpe y dejó mis manos en mi espalda.
Era mucho más hermosa de cerca, donde pude analizar mejor sus facciones… Su nariz de porcelana, sus ojos café, sus labios de terciopelo.
Ella me miró fijamente y luego se echó a correr como una niña despavorida.
Al día siguiente volví al mismo lugar, pero no la encontré allí, y cuando estaba por irme, ella se asomó de entre medio de dos árboles. Se acercó a mí hasta quedar a escasos pasos.
¿Quién eres? Preguntó de vuelta, está vez un poco más tranquila, o eso pensaba yo, porque no intentó asesinarme de nuevo. Le dije mi nombre y le regalé una sonrisa sincera, para hacerle saber que no era una amenaza. Y así nos quedamos toda la tarde charlando.
Cuando estuvo a punto de caer la noche, nos despedimos con un abrazo, prometiendo que nos encontraríamos en el mismo lugar.
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Editado: 16.03.2019