Donde no duela
Roxxy
Camino sin rumbo por calles que me son familiares y ajenas al mismo tiempo. La ciudad es ruidosa, como siempre. Gente que no se detiene, autos que no esperan, semáforos que cambian como si tuvieran prisa por dejarte atrás.
Siento que todos avanzan… menos yo.
Llevo el teléfono en el bolsillo, apagado. No quiero que Anthony me escriba. No quiero que me busque. No quiero que vea que estoy por romperme.
Lo que pasó con Jovana… todavía lo tengo atorado en la garganta. Ella hablaba como si no fuera su culpa, como si yo tuviera que entenderla. "Estoy intentando salir adelante", me dijo, como si eso justificara dejarme sin casa.
Ahora ni siquiera tengo un techo que reclamar como mío.
Caminé durante horas. Buscando algo. Una respuesta, quizás. O una excusa para no volver aún al apartamento de Anthony. Porque quedarme ahí… me hace sentir expuesta. Como si cada rincón reflejara todo lo que no tengo.
Cuando por fin regreso, ya oscureció. No tengo llaves, así que toco la puerta. Una vez. Dos.
Anthony la abre al instante, como si me hubiera estado esperando. Me mira sin preguntar dónde estuve. Sin decir nada.
—Hice lasaña —dice simplemente.
Yo asiento. Camino dentro. No quito los zapatos. No me quito la mochila. Me siento a la mesa en silencio.
Comemos sin hablar. El silencio es espeso, pero no incómodo. Anthony no intenta llenarlo. Solo me sirve más agua y aparta mi plato vacío cuando acabo.
Cuando me levanto para ir al sillón, la vista se me nubla.
Y ahí ocurre.
El nudo en la garganta me gana. Los ojos me arden. Todo el autocontrol que mantuve en la calle se rompe en mil pedazos al cerrar la puerta del baño. Me deslizo contra la pared hasta quedar sentada en el suelo, abrazándome las rodillas.
No lloro fuerte. Solo… dejo que las lágrimas salgan. Silenciosas. Lentas. Como si me hubieran estado esperando.
Unos golpes suaves en la puerta me sacan del trance.
—Roxxy… ¿estás bien?
Me limpio la cara con las mangas.
—Sí —miento, con voz quebrada.
—Puedo quedarme del otro lado, si eso ayuda —dice.
No sé por qué eso me rompe más que cualquier otra cosa.
No lo abro. No le respondo.
Solo me quedo ahí, mientras él no se va. No me empuja. No me exige. Solo… espera.
Y por primera vez, el pensamiento me atraviesa: tal vez no necesito que me salve.
Tal vez solo necesitaba que alguien se quedara.
Me cuesta dormir.
Aunque el lugar es cómodo, aunque Anthony no ha cruzado ni una sola línea, aunque me repito que esto es temporal, mi cabeza no deja de zumbar con pensamientos que no puedo apagar.
Son casi las dos de la madrugada cuando salgo al pequeño balcón del apartamento. Las luces de la ciudad parpadean a lo lejos. Estoy en pijama, con una taza de agua entre las manos, y aún así no logro sentirme en casa.
Ni aquí. Ni en ninguna parte.
—No puedes dormir —dice una voz detrás de mí.
No me sobresalto. Supongo que esperaba que viniera. O que, si lo hacía, no dijera mucho.
—No tengo sueños —murmuro—. Solo pendientes.
Anthony se apoya en el marco de la puerta, con una taza similar a la mía. No dice nada por un momento, como si estuviera calibrando qué palabras no romperán la poca paz que he conseguido construir esta noche.
—No voy a presionarte —empieza—. No espero que me cuentes tu vida ni que confíes en mí solo porque compartimos techo.
Lo miro.
—Pero —añade—… si en algún momento necesitas que alguien escuche, aunque sea un desconocido, aquí estoy.
La sinceridad con la que lo dice me golpea más que cualquier intento de consuelo forzado.
—No me gusta parecer débil —confieso, en voz baja—. Ya lo hice antes. Me destruyó.
—No pareces débil —dice, directo—. Pareces alguien que ha tenido que ser fuerte demasiado tiempo.
El nudo vuelve a la garganta. No lo dejo subir.
—No sé cómo soltar —le digo.
—Entonces no lo hagas todavía —responde—. Pero sí puedes descansar. Solo un poco.
Me río por lo bajo. ¿Descansar? Suena como un lujo ridículo.
—Te quiero invitar a salir mañana —añade de repente—. No es una cita, no si no quieres. Solo… un rato lejos del ruido. Lejos del casero, de tu hermana, de todo esto.
Lo miro.
—¿A dónde?
—Donde no duela —responde sin dudar.
No sé por qué esa frase me cala tan hondo. Tal vez porque hace tiempo que no me doy permiso de estar en un lugar donde nada duela.
No acepto de inmediato.
Pero tampoco digo que no.
Y eso, para mí… ya es mucho.
No sé por qué acepté.
Tal vez porque necesitaba salir de esas cuatro paredes. Tal vez porque la forma en que Anthony me lo pidió no fue una orden, ni una lástima disfrazada de favor. Fue... una invitación sincera. Como quien dice: “Vamos a respirar juntos un rato, si quieres”.
Así que estoy aquí. En un parque que no conocía, con un sol tibio que acaricia mi cara y una brisa que me recuerda que aún estoy viva. Él camina a mi lado, en silencio, respetando la distancia que mantengo entre nosotros. No toca. No pregunta. Solo camina.
Y eso... se siente bien.
Hay familias, niños, un tipo tocando el saxofón bajo un árbol. Huele a algodón de azúcar y a césped recién cortado. Me sorprende que algo tan simple me parezca tan ajeno. Como si fuera una extranjera en mi propia vida.
Nos sentamos en una banca. Él me ofrece una botella de agua, yo acepto. Mis dedos rozan los suyos por un segundo y me tenso. Pero él no se inmuta. No intenta forzar nada.
—Aquí nadie me conoce —murmuro, mirando hacia el lago artificial frente a nosotros—. Nadie sabe que fui echada de mi apartamento. Que tengo una hermana que no responde. Ni que vivo al borde del colapso desde hace semanas.
Anthony me observa de reojo, sin interrumpir.
—Es la primera vez en mucho tiempo que no siento vergüenza —agrego, casi sin querer.