Las paredes bajan solas
Roxxy
Volvemos al apartamento cuando el sol ya ha bajado y la ciudad empieza a vestirse con luces. El camino fue tranquilo. Silencioso otra vez. Pero distinto al de antes. Ya no hay ese peso entre nosotros. O quizá sí, pero ahora no me asfixia. Me acompaña.
Anthony no me pregunta nada cuando entramos. Solo deja las llaves en la mesa, se quita el saco y lo cuelga con una calma casi ensayada. Yo camino hacia la cocina sin rumbo claro, solo por moverme, solo por no pensar.
No tengo idea de cómo debería comportarme. No estoy acostumbrada a que alguien me mire como él lo hace. No con lástima. No con deseo. Sino con algo que no sé nombrar y que me pone nerviosa.
—¿Quieres cenar algo? —pregunta desde el sofá, ya sin zapatos, con la camisa un poco desabotonada y el cabello algo revuelto por el viento.
—No tengo hambre —respondo, aunque no es del todo cierto.
—¿Y hablar?
Me detengo. Lo miro. Hay una honestidad tan sencilla en su tono que por un segundo, solo uno, me dan ganas de soltar todo. De contarle lo jodida que estoy. De cómo, en el fondo, siento que solo soy una carga. Pero me trago las palabras. Aun no.
—Podemos… ver algo —digo, como quien lanza un salvavidas para no hundirse en sus propios pensamientos.
Él asiente, sin presionar. Enciende el televisor, busca una película cualquiera. Yo me siento en el otro extremo del sofá, abrazándome las piernas, como si así pudiera contener lo que todavía no quiero decir.
La película avanza sin que le prestemos atención. Mis ojos están fijos, pero mi mente no. Estoy cansada. De pelear. De fingir que todo está bajo control. De actuar como si dormir en el sofá de un desconocido no fuera un recordatorio constante de que toqué fondo.
Entonces, sin pensarlo, sin avisar, sin drama, las lágrimas comienzan a caer.
No sollozo. No tiemblo. Solo lloro. Silenciosa. Inmóvil. Como si ya no pudiera sostenerme ni a mí misma.
Anthony no dice nada. No se acerca de inmediato. Solo baja el volumen del televisor. Después de unos segundos, siento que se mueve, lento, como si se acercara a un animal herido.
Su mano toca mi hombro con suavidad.
—No tienes que hablar —dice en voz baja—. Solo… no te guardes todo.
Me giro, apenas. Y entonces, sin pensarlo, dejo que mi frente repose contra su hombro.
No me abraza. No aún. Solo está ahí. Firme. Silencioso. Presente.
—Lo intento, ¿sabes? —susurro contra su camisa—. Todos los días. Me levanto y… lo intento.
—Lo sé.
—Pero a veces… no puedo más. Me canso.
—También sé eso.
Ahora sí, sus brazos me envuelven despacio. Y no me resisto. Porque no me está salvando. No está intentando rescatarme. Solo me está sosteniendo en el momento exacto en que más lo necesito.
Y por primera vez en mucho tiempo, lloro… sin sentirme sola.
El sol entra por la ventana de forma perezosa, como si también le costara despertar. Parpadeo un par de veces, aún con los ojos hinchados, pero la mente algo más despejada. Estoy en el sofá. Envuelta en una manta que no recuerdo haberme puesto. La televisión está apagada. Y el apartamento… en completo silencio.
Me incorporo con lentitud, sintiendo el cuerpo como si hubiese corrido un maratón emocional. Y tal vez sí lo hice. Miro alrededor. Anthony no está a la vista.
—Buenos días —dice una voz desde la cocina.
Lo encuentro ahí, sirviendo café como si llevara haciéndolo toda la vida. Sin camisa, solo con unos pantalones deportivos. Y, joder, ¿por qué tiene que verse tan tranquilo, tan cómodo… tan fuera de mi mundo?
—Te ves como si hubieras peleado contra un huracán —dice, sin burlarse, mientras me ofrece una taza.
—Es que anoche… me tocó ser el huracán —bromeo apenas, tomando la taza con ambas manos.
Nos quedamos en silencio por unos segundos. El café huele a hogar, algo que no sentía desde hace mucho. Me siento en una de las sillas junto a la barra.
—Gracias —digo al fin.
—¿Por el café?
—Por no huir.
Él sonríe. Apenas. Pero sus ojos… esos ojos lo dicen todo.
—No soy de los que corren. Y menos cuando alguien… necesita quedarse quieto.
—No estoy acostumbrada a eso —admito, bajando la mirada—. Siempre ha sido más fácil mantener a la gente a distancia. Es más seguro.
—¿Y qué pasa si alguien no quiere irse?
—Que se vuelve peligroso —respondo sin pensar—. Porque si se queda, tal vez… me acostumbro.
Anthony no responde de inmediato. Solo da un sorbo a su café.
—Entonces déjame quedarme hasta que te acostumbres. Y si luego quieres echarme, prometo irme sin drama.
No sé si está bromeando o hablando completamente en serio. Y eso es justo lo que me desarma. Porque no me exige. No me presiona. Solo… ofrece estar.
Y aunque todavía hay mil cosas que no le diré, aunque aún tengo el alma en modo defensa, hay algo en esta mañana que se siente distinto.
Más ligero.
Menos solo.
Y, tal vez… un poco más mío.
Pasaron un par de días desde aquella charla tranquila en su cocina. No volvió a mencionarme nada de lo que hablamos, y yo… yo tampoco. Pero algo cambió. Lo noto en los silencios. Ya no son incómodos. Son cómodos. Vivos. Casi como si estuviéramos aprendiendo a respirar el mismo aire sin asfixiarnos.
Esta noche, Anthony llega más tarde de lo habitual. Lo espero en el sofá, con las piernas cruzadas y una manta sobre mí. No lo planeé. Simplemente no pude irme a dormir. Algo dentro de mí esperaba ese ruido de llaves.
Cuando entra, se le nota el cansancio en la mirada, pero también una sonrisa apenas dibujada al verme allí.
—¿No has dormido?
—Tampoco tú —respondo, encogiéndome de hombros.
Deja las llaves, se afloja la corbata y se sienta a mi lado, dejando espacio entre nosotros. No demasiado. Solo lo justo para que el gesto no me haga sentir atrapada.