El avión despegó con un rugido metálico que hizo vibrar los asientos. Lilith se aferró al apoyabrazos, no tanto por miedo al vuelo, sino por el nudo que le oprimía el pecho. A través de la ventanilla veía cómo París se hacía pequeña, desdibujada entre nubes y reflejos dorados del amanecer. La torre Eiffel, apenas un trazo en la distancia, parecía despedirse de ella con la misma melancolía que sentía en el pecho.
A su lado, su hermano menor observaba con fascinación la ciudad encogiéndose bajo las alas del avión, mientras el mayor hojeaba una revista sin demasiado interés. Su padre, sentado en el pasillo, se mantenía en silencio, con los brazos cruzados y la mirada fija hacia adelante, como si necesitara mantenerse en su propio muro de distancia.
Lilith respiró hondo. El eco del beso en la estación aún palpitaba en sus labios, y aunque sentía una mezcla de orgullo y vértigo, sabía que no podía callarlo. No para siempre.
—Oigan… —dijo en voz baja, inclinándose un poco hacia sus hermanos—, ¿ustedes… qué piensan de Aline?
El menor giró enseguida la cabeza, sorprendido, mientras el mayor levantó apenas una ceja, expectante.
—¿De Aline? —repitió el más pequeño—. Pues… se ve que te cae muy bien. Siempre estabas más alegre cuando ella estaba cerca.
Lilith sonrió débilmente.
—Sí. Es que… no es solo una amiga. Bueno, sí lo es, pero también… es más que eso.
El hermano mayor dejó la revista sobre sus rodillas y la miró fijamente, como tratando de descifrar hasta dónde quería llegar.
—¿Más… cómo?
Ella se humedeció los labios, el corazón latiendo fuerte. No había marcha atrás.
—Aline… me gusta. —La palabra se le escapó con firmeza, aunque tembló un poco al final—. Lo que pasó en la estación… no fue un error. Yo la quise besar.
Hubo un silencio breve, tenso, en el que incluso el zumbido del avión pareció intensificarse. El menor la miraba con ojos redondos, sin saber bien qué decir, mientras el mayor bajó la vista y asintió lentamente.
—Yo ya lo sospechaba —admitió el mayor, casi en un susurro—. Y… no me parece mal. Si es lo que tú sientes, entonces está bien.
El menor frunció un poco el ceño, confundido, pero luego se encogió de hombros.
—Aline se ve que es buena onda. Y si te hace feliz… supongo que está bien.
Lilith sonrió, con los ojos brillosos. Había temido el rechazo, la incomprensión. Pero escuchar esas palabras, aunque simples, eran un alivio. Una grieta de luz en medio de la sombra que representaba el silencio rígido de su padre.
Porque él, aunque no había dicho nada, claramente había escuchado. Su postura continuaba firme, la mandíbula tensa, los ojos fijos en el respaldo del asiento frente a él. Lilith supo que esa conversación estaba lejos de terminar, que el verdadero peso vendría después.
Mientras tanto, apoyó la cabeza contra el cristal frío de la ventanilla y cerró los ojos. El avión seguía ascendiendo, dejando atrás París, pero dentro de ella algo también se estaba elevando: la certeza de que lo que sentía por Aline era real, tan real como el cielo infinito que se abría ante sus ojos.
Lilith todavía tenía los ojos clavados en el cielo cuando sintió un pequeño golpecito en el hombro. Era Nicolás, el menor, que la miraba con una media sonrisa nerviosa.
—Oye… no te pongas triste. —dijo en voz baja, como si intentara que su padre no escuchara—. Allá en México te espera la abuela… y ya sabes cómo cocina. Vas a volver a comer esas enchiladas que tanto te gustan.
Lilith soltó una risa corta, aunque la garganta le ardía.
—Sí, la abuela… ella siempre pregunta por mí cuando estoy lejos.
Edric, que estaba en el asiento de la otra orilla, se inclinó hacia ella. Su tono era más serio, pero cálido.
—Además, piensa que París no se va a ir. La ciudad siempre va a estar aquí… y si Aline es importante para ti, no será la distancia la que rompa ese lazo.
Lysander, el mayor, que hasta ese momento había guardado silencio, se acomodó en su asiento y la miró con una calma que solo él podía transmitir.
—México también es casa, Lilith. Tiene sus propias luces, sus propios rincones para perderse y encontrarse. A veces, cuando uno vuelve, descubre cosas que nunca había notado. Quizá allá también encuentres algo… o alguien que te recuerde que la vida sigue.
Lilith lo escuchó atentamente. Había algo en las palabras de Lysander que lograba apaciguar el torbellino dentro de ella. Lo que más agradecía era que ninguno la juzgara, que todos, a su manera, intentaran mostrarle que no estaba sola.
—Pero Aline… —murmuró Lilith, bajando la mirada a sus manos entrelazadas—. Ella se queda en París. ¿Y si el tiempo… nos cambia?
Nicolás se inclinó hacia adelante, con el rostro serio por primera vez.
—Pues entonces, que cambien juntas. —dijo con firmeza—. Si lo que sienten es de verdad, no importa la ciudad, ni la distancia.
Edric asintió.
—Yo creo que Aline ya es parte de tu historia. Y las historias importantes siempre encuentran la forma de seguir.
Lilith sonrió, con los ojos humedecidos. Esa mezcla de ternura y fortaleza de sus hermanos le daba fuerzas. Apoyó la cabeza en el hombro de Lysander, como cuando era niña, buscando en él un refugio silencioso.
—Gracias —susurró.
Los tres intercambiaron miradas y sonrieron también, como si en ese gesto hubiera una promesa invisible de estar siempre juntos, pase lo que pase.
El avión se mecía suavemente entre las nubes, y en medio del ruido de motores y voces apagadas, Lilith sintió que aquel momento con sus hermanos era un pequeño respiro. Una pausa luminosa antes de enfrentarse a lo que vendría al aterrizar.
El avión había entrado ya en una franja de nubes más densas, y la luz del sol se filtraba a ráfagas, pintando el interior de claros y sombras. Lilith jugueteaba con el cinturón de seguridad, nerviosa, mientras sentía ese nudo en el estómago que no podía ignorar.