Durante el trayecto, nos mantenemos en silencio. Pienso, una vez más, en lo ocurrido. Nunca hubiera imaginado a David en plan defensor, agarrándose a golpes con otro tipo, por mí. Me pregunto, ¿qué hubiera pasado si en lugar de David, hubiera estado Daniel? ¿Hubiera actuado de la misma forma? Con eso de que debe mantener su rostro impecable para sus fotos, en el fondo no estoy tan segura.
Ladeo la cabeza, y lo encuentro serio, como siempre, con la vista al frente y el ceño fruncido. Pongo los ojos en blanco y me concentro en Molly.
—Eh, nena, estás muy callada, ¿qué te pasa?
—Nada. Estoy bien.
—¿Segura? No es propio de ti estar tan apagada.
Ella asiente, pero no me quedo muy convencida.
Llegamos a la casa de Molly, se baja del taxi y se despide de ambos, cabizbaja.
Le doy mi dirección al chofer, miro en varias ocasiones a David, sigue callado, luce molesto; no lo entiendo, y me desespera su actitud. Pensé que habíamos avanzado, ahora nos llevamos mejor, y se supone que hablando se entiende la gente. Pero no, él prefiere mantenerse taciturno.
—¿Cómo te sientes? —pregunto en tono suave, tratando de recuperar el buen humor que teníamos antes de la pelea.
—Bien —gruñe, sin siquiera mirarme; pero, extrañamente, no me molesta, al contrario, sonrío.
En las pocas semanas que nos conocemos, he descubierto varias facetas de David: gruñón, serio, amistoso, protector; y ahora que ya no me parece intimidante, me gustan.
Llegamos a mi casa, miro el taxímetro, saco un billete para pagar, pero él protesta un: ya lo pago yo.
—¿No vienes? —Le pregunto, una vez fuera del auto, con la puerta abierta—. ¿Por qué no subes y te curo esa herida que tienes sobre el ojo?
Le propongo, pensando en la manera en la que me ayudó el día que Paige me vomitó encima. Me parece justo que le devuelva la moneda.
Él se lo piensa unos instantes, mirándome de arriba abajo.
—Oh, por favor, que no te voy a comer —digo con una leve sonrisa, recordando sus propias palabras, y poniendo mi mejor cara de niña buena. David saca un billete y se lo pasa al chofer, entonces mi sonrisa se ensancha. He ganado. Él podrá ser muy gruñón y todo lo que quiera, pero en el fondo, es un blando.
Subimos hasta mi apartamento, lo dejo en el salón, y voy al baño por un poco de alcohol y algodón para limpiarle la herida. Al regresar, lo encuentro con la foto de mis padres en la mano; y me pongo rígida.
—Te pareces mucho a tu papá. —Me dice, cuando me acerco hasta él. Sonrío y me relajo.
—Eso dicen —respondo, quitándole la foto de la mano y llevándolo hasta el sofá. Cuando se sienta, abro el pote de alcohol y mojo un poco de algodón; me hinco en el mueble, me inclino levemente sobre él, y procedo a limpiarle el corte.
—¡Ouch! —Se queja, reteniendo mi mano y apartándola de su cabeza.
—No seas niño —digo, divertida.
—Claro, lo dices porque no eres tú quien tiene la ceja partida.
—Está bien, trataré de tener más cuidado ¿Le parece bien al bebé? —pregunto, poniendo la voz como si le estuviera hablando a un niño; y él, me mira, poniendo los ojos en blanco. Sonrío—. Te propongo un juego —digo, recordando lo que solía hacer mi mamá cuando yo estaba pequeña y me daba algún golpe o sufría un corte. Ella me pedía que cerrara los ojos mientras me contaba alguna historia. Según ella, eso haría que no me doliera y, aunque parezca extraño, funcionaba. Terminaba tan absuelta en su historia que me olvidaba del dolor.
—Le tengo miedo a tus juegos.
—No seas bobo —replico, dándole un ligero golpe en el hombro—. Es el mismo del parque.
Él se lo piensa unos instantes y después claudica.
—Está bien, pero esta vez empiezo yo.
—¡Y después las mujeres nos quejamos de que no quedan caballeros! —digo con ironía.
—Lo siento, morena, pero mi caballerosidad la dejé junto a mi orgullo, en el piso del bar, mientras el grandullón me partía hasta la madre.
Me rio, no lo puedo evitar.
—Que sepas, que no has estado mal; estoy segura de que Mike Tyson estaría orgulloso de ti. —Y no miento. En verdad se ha defendido bastante bien, para mi sorpresa—. Cierra los ojos y recuesta la cabeza. —Le pido, para poder estar más cerca de su cara y poder curarle mejor.
—¿Para qué? —pregunta con cautela.
—De acuerdo, de acuerdo. Me has descubierto. Te he traído a mi casa para drogarte y aprovecharme de ti —bromeo, al tiempo que elevo los ojos al techo exasperada—. Y la mejor forma que he encontrado para poder llevar a cabo mi macabro plan, ha sido armar un pleito en el bar, hacer que te agarres a golpes y que te partieran la cara.
—¡Ja, ja! Qué chistosa me has salido.
—Solo recuéstate y cierra los ojos.
David me hace caso, pero su cuerpo sigue tenso.
—Empieza. —Le pido, antes de volver a mojar el algodón, que se ha medio secado con tantas palabrerías.
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amor y amistad, elegir entre dos amores, superar una enfermandad
Editado: 26.06.2020