Saccani no había tenía una experiencia como la anterior, tal vez era por eso que, en sus sueños, los recuerdos vividos daban vueltas y vueltas como una película sin fin. Se imaginaba el sonido de su risa y la de su pequeña compañera de juegos. Se imaginó hablando, moviendo los labios y que de ellos se emitía un sonido realmente cautivador. Pero por esa breve manifestación de alegría infantil, algo en Saccani había germinado, pronto ese sentimiento cambió a uno de rotundo lamento. ¿Por qué ella no podía entender el mundo? ¿Por qué ella no ha tenido una persona que la cargara en sus brazos cuando lloraba? ¿Por qué ella no había vestido esos hermosos trajes? ¿Por qué? ¿por qué simplemente estaba sola?
El joven hijo en su arranque de celos e impotencia ya no realizaba sus frecuentes visitas a la casa del sabio doctor, aun cuando la pequeña Cyryl le imploraba ir. Los hijos del jefe de aldea recibían la mejor de la educación, cada experto en algún oficio estaba obligado a enseñar su arte a los descendientes de la casa principal, todos habían cumplido cabalmente con esa orden, la única excepción eran los sabios doctores; estar bajo su enseñanza era algo que ni sus tres hermanos mayores habían logrado.
Como era un niño mimado, exigente con sus deseos y sumamente meticuloso con compartir sus pesares con su madre, acudió a ella para contarle su malestar. La matriarca veía cómo su hijo ofuscadamente reclamaba que una niña sorda y muda estaba bajo el cuidado del gran doctor del pueblo y que cómo ella, una insignificante mujer, podía estar tan cerca de aprender un conocimiento que a él se le estaba negando.
Solo la matriarca y el jefe de aldea conocía la verdadera naturaleza de ese joven doctor y la aceptaban solo con algunas condiciones, unas que, desde luego, estaban totalmente equilibradas. Cada parte debía cumplir su papel, sino nada de ese estado de convivencia funcionaría. Los demonios podían ser realmente problemáticos, más si no eran espíritus de humo, sino de carne.
Así, si alguien debía acompañar a ese doctor era esa sucia niña. La matriarca se podía compadecer de hasta una cucaracha, pero no de esa niña. ¿Cómo pondría a su hijo bajo el cuidado de un demonio, que por más hermoso que fuese, podría robar la energía de vida de su querida descendencia?
—No des tanta vuelta a ese asunto —quiso concluir—. Aunque a esa mocosa se le confiera el más grande secreto del mundo no podría oírlo, y aunque lo entendiera no sabría cómo difundirlo. ¿Qué puedes esperar de esa sucia muda humana?
—¡Pero mamá! El sabio doctor dijo que no podía encargársela a nadie más porque no tenía parientes vivos. ¡Debe tenerlos, aunque sea lejanos! ¡Nadie está solo en esta vida! ¡Haz que se la lleven!
La matriarca agudizó la mirada y abofeteó el rostro de su hijo. Este la miró estupefacto.
—Suficiente, no quiero hablar más de ese asunto. ¡Ella no tiene a nadie! ¡¿Acaso no sabías que la anciana loca había muerto?! ¡Ya está sola, completamente sola!
Su hijo, en realidad, no sabía y ni siquiera había relacionado a la rubia muchacha sordomuda con la niña muda y sorda de las afueras de la aldea. ¡Impensable! La joven parecía una princesa, no un inmundo desecho de la sociedad. Entonces pensó “¡Con mayor razón debe estar alejada de una noble persona como el sabio doctor!” Hasta su hermana había jugado con ella, ¿cómo pudo permitírselo?
El joven muchacho tenía los pensamiento oscuros y enredados. Pobre niño y pobre la madre, qué egocéntrico hijo había criado, tanto como para pensar que hacía un bien a todos librándose de esa niña. ¿Acaso no es a toda la aldea a quien había jurado proteger? ¿Cómo es que pudo aborrecer a una niña que también era parte de ella?
Al día siguiente, no pudo aguantar sus ánimos así que, aprovechando la ausencia del sabio doctor, ingresó a la casa del médico; previno que se encontraría con la mucama, así que con unas simples palabras la convenció de que quería un momento privado con la joven dama, uno que debía serle desconocido también al sabio doctor. Por la forma en la que se dirigió a Daila hizo entrever que tenía intenciones románticas hacia Saccani, por lo que, naturalmente, Daila le permitió un fácil ingreso al jardín en donde atrajo a la muchacha.
Mientras Daila se concentraba en preparar la cena. Saccani estaba sentada observando cómo el muchacho movía y movía sus labios. ¿Qué palabras estaría compartiendo con ella? Solo había comprendido “mi nombre es…” “Soy hijo de…” “doctor…”.
Cómo veía que la expresión del muchacho era afable, Saccani asentía en las partes en que el joven esperaba una respuesta. Después de un largo rato de ver al joven expresándose, aquel sacó un pequeño cuaderno con tapa negra, su centro contrastaba con las siluetas blancas de un girasol. Lo puso suavemente en el regazo de Saccani y cuando ella, con sorpresa, lo sostuvo entre sus manos los ojos de Devos se iluminaron con malicia y con agilidad guio las manos de Saccani para abrir el pequeño libro. En la primera página había dibujado a una niña de cabello largo y rubio, con lindos ojos -parecía que se había esmerado en traducir la belleza de Saccani en ese pequeño dibujo-, apuntándole con su dedo le dio entender de que ese boceto la representaba a ella.
Por primera vez, Saccani sintió que algo en su interior había dado un salto. Rápidamente, el joven hijo dio la vuelta a la página, allí había la figura de un niño de cabello corto y lacio, negro como la oscuridad, de finas, pero varoniles facciones. Él se apuntó a sí mismo sonriendo.