Zayan permanecía en silencio.
Los hombros caídos, las manos reposando una sobre la otra en su regazo. Sus ojos —opacos, desenfocados— miraban más allá del vapor que se alzaba de una taza de té intacta. El humo se enroscaba hacia arriba, desvaneciéndose en la nada.
Frente a él, Belal lo observaba en silencio—la quietud, la curva vencida de su espalda, esa expresión vacía que parecía perseguida por espectros. Soltó el aire en un suspiro casi imperceptible y se sentó lentamente en el sofá opuesto.
Se inclinó hacia adelante, los codos apoyados en las rodillas, la voz baja.
—Los encontraremos.
Zayan no respondió.
La habitación pareció encogerse alrededor del silencio. Incluso el tic-tac del reloj en la pared sonaba dubitativo, como si no se atreviera a romper aquel mutismo.
Belal desvió la mirada. Sus palabras quedaron flotando en el aire, intactas—como el té.
Entonces, se oyó el sonido de unos pasos pequeños. La puerta rechinó.
Un niño apareció, con una sonrisa radiante, las sandalias golpeando el suelo. Seis, quizás siete años.
—¡As-salamu alaykum, Baba! —exclamó, corriendo hacia Belal y aferrándose a su pierna con entusiasmo.
Al notar a Zayan, el niño titubeó, escondiéndose tímidamente tras la rodilla de su padre.
Belal lo alzó con la naturalidad de quien ha hecho ese gesto mil veces, sentándolo sobre su regazo.
—Este es mi hijo, Ibrahim.
Giró al niño hacia Zayan, que seguía inmóvil.
—Vamos, hijo. Saluda al tío.
El niño levantó la mirada, obediente, con una vocecita tímida.
—As-salamu alaikum, tío.
Zayan parpadeó, como si despertara de un sueño. Sus labios se movieron con lentitud.
—Wa alaikumus salaam wa rahmatullahi wa barakatuhu.
Su mirada se quedó en el niño. Las pequeñas manos jugaban ahora con los botones de la camisa de Belal. El niño susurró algo, y Belal soltó una risa suave.
Zayan los contempló—la forma en que Ibrahim se acurrucaba en el pecho de su padre, cómo la mano de Belal se curvaba instintivamente sobre su pequeña espalda.
¿Zaeem alguna vez se abrazaría así a mí?, pensó. El pensamiento le dolió. Sentía el corazón hecho trizas.
Le dolía el pecho.
Zaeem.
¿Sería así de pequeño?
¿Reiría así?
¿Habría heredado los ojos de Muntaha? ¿Su ceño?
¿Sabía siquiera cómo se llamaba su padre?
La garganta de Zayan se tensó. Llevó un puño a los labios, como si intentara contener un pensamiento que no se atrevía a nombrar.
¿Qué haría si Zaeem le preguntaba dónde había estado todo este tiempo?
Zayan no tendría respuesta.
No todavía.
Quizás nunca.
Se puso de pie con lentitud, las rodillas rígidas. Belal lo imitó. Se estrecharon las manos.
—Los encontraremos —repitió Belal, esta vez con firmeza, más promesa que consuelo.
Zayan logró esbozar una leve sonrisa. Pero sus ojos seguían tristes.
En la puerta, se agachó, sacó unos billetes de su cartera y los ofreció al niño.
Ibrahim miró a su padre.
Belal asintió.
Los pequeños dedos aceptaron el dinero, y Zayan posó la mano sobre la cabeza del niño, peinando suavemente su cabello con los dedos.
Luego se dio la vuelta, y se marchó.
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El regreso fue lento. El tráfico reptaba. Cada bocinazo, cada giro, cada frenazo hacía que el silencio dentro del coche se volviera aún más absoluto.
Zayan se recostó contra la ventana, la cabeza apoyada en el cristal.
En un semáforo en rojo, el coche se detuvo.
Un movimiento en la acera captó su atención.
Una mujer —descalza, la piel quemada y reseca— cargaba a un niño flácido contra el pecho. No tendría más de cinco años. Las costillas se le marcaban bajo la mugre. Un único juguete roto colgaba de su muñeca como un pensamiento extraviado.
Sus ojos se cruzaron.
La mujer se irguió y se acercó al coche.
—Por el amor de Allah, saheb… no ha comido nada.
La voz se le quebraba.
Zayan bajó la ventanilla.
No dijo nada.
Solo metió la mano en la billetera y le entregó un grueso fajo de billetes—miles.
Los ojos de la mujer se abrieron de par en par. Sus dedos temblaban al recibirlos.
—Que Allah lo bendiga, Saheb… que Allah lo bendiga… —susurró una y otra vez, con la voz rota de gratitud.
Se alejó a toda prisa, abrazando el dinero como si fuera un milagro.
Desde el espejo retrovisor, Khan Ali frunció el ceño. Carraspeó.
—Señor, ¿puedo decir algo?
Zayan no giró la cabeza.
—Habla.
—Usted es nuevo en esta ciudad. Tal vez no lo sepa... pero no son lo que parecen. Esa mujer, por ejemplo. Viene aquí todos los días. Seguramente tiene un móvil mejor que el mío. Para ellos, esto es un negocio.
Zayan no respondió. No le importaba si aquello era un negocio para ella o no. Solo quería ver feliz al niño, porque sus ojos ansiaban ver al suyo.
Entonces, alzó la vista, más allá del parabrisas.
El cielo nocturno se extendía vasto y silencioso, cada estrella titilando como una herida que se niega a sanar.
Una brisa leve cruzó la ciudad. Las luces titilaron abajo, inciertas.
Y, en medio de todo ese ruido y movimiento, Zayan permanecía inmóvil.
Un hombre con el corazón dolorido.
Mil preguntas.
Ninguna respuesta.
La noche se sentía triste. Igual que él.
Los días siguientes se fundieron en una sola y larga búsqueda frenética.
Zayan y Belal rastrearon cada huella del pasado de Muntaha: su antigua escuela, el apartamento que una vez alquiló, viejos amigos, incluso parientes lejanos. Uno a uno, los caminos se cerraban.
Sin dirección de reenvío. Sin registros recientes. Nadie la había visto. Nadie había oído de ella.
Era como si Muntaha Islam hubiese sido borrada del mundo.
Zayan ayunaba durante Ramadán, alimentando sus días con poco más que esperanza y du’a. En los últimos diez días —los más sagrados— rezaba con más fervor que nunca. Pero con cada pista sin resultado, su esperanza se deshacía como humo.