Todos tenemos un lugar en el que nos sentimos cómodos y podemos dar rienda suelta a nuestros pensamientos e imaginación, y para Valeria esto resultaba ser muy esencial dado a su profesión de escritora. Desde que llegó a esa ciudad costera, tuvo inconvenientes para encontrar un espacio así, dónde su creatividad se sintiera cómoda y fluyera de forma tranquila. Cómo el ave que vuela hasta que consigue la rama de un árbol sobre la cual posarse, Valeria buscó por la ciudad y tras una búsqueda que pareció tardar una eternidad, se sintió muy agradecida cuando finalmente logró encontrarlo, convirtiéndolo en el sitio que más frecuentaba.
Este lugar se encontraba en una playa poco concurrida del litoral de la ciudad, donde mayormente quienes hacían vida eran los mismos lugareños y pescadores de la zona, pero al que de vez en cuando, y especialmente en fechas festivas acudían algunos turistas en busca de una playa más tranquila y relajada. A pesar de ser un lugar abierto, Valeria encontró allí privacidad para escribir muchas líneas de la historia en la que se estaba ocupando, como si la brisa y el sonido de la olas al romper, alimentarán una imaginación a la que daba vida en cada palabra escrita a través de su pluma.
Este sitio era un pequeño restaurante a la orilla de la playa, en cuyo menú mayormente se ofrecían platillos donde el ingrediente principal provenía de la pesca del día. En las muchas mesas casi siempre vacías, Valeria encontró acomodo para sentarse a escribir, mientras disfrutaba serenamente de la tranquilidad que esa locación rodeada de palmeras y árboles de uva playera ofrecían. El restaurante, conocido como “La estancia de la abuela”, era un rincón sereno dónde el tiempo parecía detenerse, y pertenecía a una anciana, a quien todos conocían como la abuela. Aunque la edad, ya no le permitía dedicarse a lo que había sido el trabajo de su vida, de vez en cuando, está doña hacía presencia para supervisar a sus hijos y nietos, quienes eran los encargados de continuar con su legado, como aquellas ramas de un árbol, que aunque este viejo, sigue floreciendo.
Estás personas ya estaban acostumbradas a la presencia habitual de la solitaria Valeria, quien normalmente luego de saludarles, se dirigía a una de las mesas vacías para disfrutar de la vista y trabajar en su novela. Ella por su parte, le había tomado cariño a aquellos que le habían acogido sin pedirle nada a cambio, al punto que siempre estaba muy al pendiente de preguntar por la salud de la anciana o por cualquier otro, cuando notaba alguna ausencia, sintiéndose parte de aquel pequeño universo costero.
Valeria, luego de aquel incidente en el que nuevamente había tenido la oportunidad de ver a Julián, trató de ausentarse más de lo normal del apartamento que compartía con Alexandra. Se sentía disgustada y decepcionada por la situación vista, y aunque en el fondo sabía que no tenía razones válidas para estar así, su mente se vio como un cielo nublado capaz de ocultar al mismo sol, haciendo que las ganas de evitar contacto y cualquier tipo de conversación con su amiga florecieran con los celos.
No obstante, a pesar de que nunca había faltado de vez en cuando algún pretendiente que se acercara a ella para conocerla y sacar conversación, nunca había llegado alguno que llamara su atención, tal como había ocurrido con Julián, durante el viaje en Autobús. Por ello, más que evitar a Alexandra, lo que más quería era no tener que verlos juntos, pues este pensamiento la estaba carcomiendo, y alimentaba sus celos sin ningún fundamento, como un veneno que lentamente se esparcía a través de su día a día, hasta alojarse en su corazón.
Ya habían pasado tres días, en el que solo se limitaba a ir a “La estancia de la abuela”, saludar y luego ocupar la mesa de costumbre sin escribir ni una sola línea, ni sacar la computadora de su maletín, y está situación no pasó desapercibida para sus anfitriones. La tarde del cuarto día, la anciana se presentó en el pequeño restaurante con el fin de hacer sus acostumbradas supervisiones, pero más que todo para acercarse a Valeria, ya que a sus oídos había llegado la noticia de que la joven escritora solo se limitaba a sentarse a observar con la mirada perdida, como un bote que navega a la deriva, sumido en un mar de pensamientos desconocidos.
Está persona a quien por cariño los lugareños le conocían como “La abuela”, era una mujer mayor a los setenta años, de cabellos blancos y la piel tostada por el sol, con arrugas bien marcadas que podían contar historias sobre su vida. Ella nació en un rincón lejano del país, pero se crió y vivió toda su vida en ese lugar, dónde conformó una familia, junto a su esposo fallecido y había sido testigo del desarrollo de las generaciones futuras que descendían de esa unión. Era alguien muy amable, poseedora de una sabiduría proveniente de experiencias vividas, y que además de ello era una excelente consejera, lo que la convertía en un árbol de roble, firme y antiguo, al cual arrimarse durante la búsqueda de sombra, bajo el sol abrazador de incertidumbre, por lo que gozaba de un gran respeto en esa comunidad.
—¡Hola muchacha! Gusto en saludarte una vez más.—dijo la Abuela al acercarse a la mesa donde se encontraba Valeria sentada.
—¡Hola Abuela, es una gran alegría volver a verle. Me da mucho gusto que ya esté mejor.— contestó Valeria con mucho cariño al responder el saludo de la Abuela, quien en la última semana había padecido un cuadro gripal.
—Bueno si hija, gracias a Dios. Una gripe no va a acabar conmigo, aunque me ví un poco mal. — contestó la Abuela sonriendo, para luego sentarse en una silla junto a ella.
Está acción tomó un poco desprevenida a Valeria, pues nunca antes en todo el tiempo en que llevaba acudiendo a ese lugar, la anciana se había tomado la molestia de sentarse a su lado, aunque sí habían conversado en muchas ocasiones.
—¿Estás bien muchacha? — preguntó luego la Abuela con tono de preocupación, como una madre que nota la tristeza en los ojos de su hija.
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Editado: 15.04.2025