|Capítulo 8: Entre desconocidos y líderes |
Madison:
Después de que me den una habitación con toallas limpias y un par de mudas que una mujer de mediana edad, Rosetta, ha puesto sobre la cama con una amable sonrisa, me quedo sola.
Hay una bandeja con fruta sobre el escritorio y un aroma dulce inundando la habitación. Las ventanas están abiertas y la madera cruje bajo mis pies cuando me acerco para buscar la fuente de los alegres gritos que resuenan en el exterior No muy lejos de aquí, encuentro a un grupo de niños jugando al balón entre gritos y risas.
Los adultos que pasan cerca paran a saludarles, no todos, pero sí la mayoría, y eso me hace mirar más de cerca encontrando algo tan familiar en ese gesto que me envuelve con ternura. Se comportan como si fueran parte de una misma familia.
Todavía con la ropa colgada donde estaba la cortina de ducha para que se sece, me apoyo contra la pared con uno de los vestidos largos y veraniegos que Rosetta me ha dejado para ver a los niños jugar por más tiempo. Me resulta tranquilizador y sus risas es como ver el cielo abrirse tras el tormento del último año y medio que he vivido.
—¡Pásamela, pásamela! —grita un niño de unos siete años mientras se aleja para un pase largo—. ¡Aquí, aquí!
Chutan la pelota hacia él y le veo correr con todas sus fuerzas para intentar alcanzarla antes de que toque el suelo, pero un chico más mayor se le adelanta. Se cruza en su camino saliendo de algún rincón que no he visto y chuta el balón tan fuerte que desaparece de mi vista en cosa de un segundo.
Le veo lanzándose en esa dirección cuando una mujer tira de él hacia atrás. Por su postura, diría que le regaña. Antes de apartar la mirada, ambos miran hacia aquí y me escondo como si hubiera estado haciendo algo malo.
No vuelvo a asomarme después de eso. Dejo las ventanas abiertas por esa sensación de compañía de las suaves voces de otros y me acerco a los paisajes de los cuadros colgados en la habitación. Paso los dedos sobre los grabados del escritorio y me siento sobre las mantas para buscar su suave tacto.
No he dormido con mantas tan suaves desde que me tuve que ir de casa.
Me tumbo boca arriba entre los cojines y la presión del colchón es la adecuada para hacerme suspirar. Ni tan blanda como el último motel en el que he estado (que se hundía tanto bajo mi cuerpo que podía sentir la madera de la estructura bajo él), ni tan dura como los bancos de los parques en los que tenía que pasar algunas noches.
Si esto es un engaño, prefiero ignorarlo aunque sea por unas horas, porque, de serlo, será el engaño más dulce para caer.
Sigo tumbada cuando oigo a Rosetta preguntar si puede pasar y me cuesta sentarme porque todo lo que quiero es quedarme dormida aquí durante días. Ella se asoma con cautela cuando escucha mi “adelante”.
—Venía a preguntar si necesitabas algo —dice con suavidad.
—No, todo es… perfecto.
Demasiado perfecto, pero no quiero ver más allá.
Rosetta me sonríe complacida con la respuesta y se acerca a la ventana para cerrar la que he usado para mirar hacia la calle durante largos minutos sin dar explicación. Deja una bandeja pequeña con una jarra de agua y un vaso sobre el escritorio.
—Supongo que no has desayunado —adivina. Apoyo la mano sobre el colchón todavía atraída por su comodidad—. Hay un comedor, puedes pasar a desayunar cuando quieras, por las mañanas suele estar siempre abierto porque cada quién tiene su horario y la mayoría prefieren comer ahí que usar sus cocinas. Aunque, por las tardes, está cerrado entre las tres y las siete y media. ¿Quieres que te acompañe a por algo?
—En realidad estaba pensando en ver un poco este sitio si no es molestia.
Quiero tener una idea de qué es esto, cómo funciona y las normas que tienen para poder saber si puedo quedarme o si será mejor que recoja mis cosas antes de que caiga la noche. Aunque, por lo lejos que queda la última ciudad por la que hemos pasado antes de llegar aquí, diría que, andando, necesitaría toda la mañana y parte de la tarde para llegar hasta ella.
—Por supuesto que no es molestia. —Su sonrisa lleva tanto tiempo colgando de sus labios que más que agradarme la siento falsa y forzada, aunque es cierto que no estoy acostumbrada a ese tipo de actitud—. Vamos, te enseñaré esto.
Meto la mano bajo la cama para sacar mi mochila y echármela al hombro.
—Eso no hará falta, aunque sea la casa de invitados, esta habitación es solo tuya —dice al notarlo.
—No te ofendas, pero prefiero no dejarlo aquí cuando no estoy.
Esa mochila tiene las cartas de mi madre y eso es lo más importante que tengo, no me voy a separar de ello sin una llave con la que cerrar y, esta puerta, no tiene ni cerradura. Tampoco lo tiene la puerta principal del amplio edificio de dos pisos en el que me han metido. Aunque el primer piso es más una zona común, sin puertas y donde había niños dibujando vigilados por sus padres, el pasillo de arriba tiene más puertas que solo la mía. Ninguna de ellas con cerradura que yo haya podido ver.