Entre Lentes y Algodones de Azucar

Capitulo 24: La cita.

Si creí que Reik no podía sorprenderme más, pues lo hizo. Y vaya cómo.
Ahí estaba, esperándome, guapísimo. Pantalón negro, camisa marrón clara de botones, su cabello en ese punto exacto entre peinado y despeinado, y sus lentes que parecían hechos a la medida de su rostro. Todo en él hacía que mi corazón quisiera escapar en una burbuja de nervios. Lo juro, estaba prácticamente babeando mientras lo veía manejar.

—Tú estás más comestible que yo, ¿sabías? —dijo en tono burlón.

Me aclaré la garganta, tragando saliva, mientras mis mejillas ardían como brasas.
—Muy gracioso... —murmuré, intentando no hundirme en el asiento.

Él sonrió de lado, encantado.
—Me encantas cuando tus mejillas se ponen rojas. Te ves tan adorable que me dan ganas de... —calló de golpe, como si hubiera dicho demasiado.

—¿De qué? —insistí, con la curiosidad clavándome el pecho.

Pero en lugar de responder, desvió el tema.
—¿Estás preparada para tu cita? —preguntó, tomando mi mano con naturalidad.

Sentí un cosquilleo recorrerme entera.
—Eso creo —contesté nerviosa.

Cinco minutos después estábamos estacionando frente a un parque de diversiones. Lo miré incrédula y alcé una ceja.

Él bajó, rodeó el auto y abrió mi puerta.
—Nuestra primera parada —dijo, extendiéndome la mano.

—¿Primera? —repetí, pero igual tomé su mano.

Compró los boletos y comenzamos a caminar. Nos montamos en casi todo: la rueda de la fortuna, los carros chocones, hasta en esos juegos que te revuelven el estómago. Excepto, claro, los que eran solo para niños pequeños... aunque mentiría si dijera que no quise subirme al trenecito. Se veía tan tierno.

Entre risas y carreras, terminé con un algodón de azúcar enorme entre las manos, mientras él fue a comprar agua. Fue ahí cuando la vi. Por un instante pensé que era imaginación, pero no... era ella. La misma chica que había visto besando a León frente a su puerta hacía unas semanas. Sentí cómo el corazón se me estrujaba, como si alguien lo hubiera retorcido con saña. El algodón de azúcar quedó olvidado en mis dedos.

Reik regresó con dos botellas.
—Aquí tienes. —Me pasó una.

Tomé un sorbo, tratando de disimular.
—¿Iris? —me examinó con el ceño fruncido—. ¿No te gustó el algodón?

—Sí... —susurré.

—¿Quieres otra cosa? —preguntó, ya preocupado.

—No, tranquilo, solo... estoy un poco llena. —Forcé una sonrisa que me dolió hasta en el alma.

Él me miró raro, porque sabía que yo nunca dejaba un algodón de azúcar intacto.
—Llena... pero si apenas le diste dos mordidas. —Se inclinó, buscándome los ojos—. ¿Segura que estás bien?

—Sí, de verdad. —Mentí de nuevo.

No me creyó, lo noté en su mirada, pero decidió no insistir. Me tomó la mano.
—Ven. Vamos a nuestra segunda parada.

—¿Segunda? —pregunté, intentando sonar ligera.

Él sonrió.
—Esta noche apenas empieza.

De vuelta en el auto, guardé el algodón de azúcar en el asiento trasero. Bueno... más bien lo lancé. Reik fingió no notarlo. Apoyé la cabeza en la ventana, observando los autos pasar, intentando calmar el remolino dentro de mí.

Unos minutos después, nos estacionamos frente a un lugar con fachada de castillo de princesa. Solté una carcajada.
—¿En serio? ¿Me vas a presentar a las princesas de Disney? —bromeé.

—Tal vez —contestó con misterio, abriéndome la puerta otra vez.

Un hombre en la entrada tomó nuestros nombres y nos condujo por un pasillo iluminado con luces doradas. Cuando entramos, me quedé sin aire. Era un restaurante tipo rodizio de pizza, pero lo mágico eran los detalles: lámparas de cristal, paredes decoradas como un salón de cuento, meseros vestidos de príncipes... y princesas caminando entre las mesas.

Y entonces la vi.
—¡Es Mérida! —un gritito se me escapó.

Ok, sabía que no era Mérida de verdad, obvio. Solo una actriz. Pero, vamos, ¿quién no ha querido conocer a una princesa de Disney al menos una vez en su vida? Tenía 16 años, sí, pero me sentí como una niña.

—Ven, vamos por una foto —dijo Reik, jalándome suavemente de la mano.

—¿Qué? ¡No! —mi cara ardió más que nunca.

—Vamos. —Ya me estaba arrastrando a la fila.

Nos formamos detrás de varios niños pequeños que nos miraban raro, sobre todo una niña con una muñeca de Mérida en brazos. Mis mejillas estaban al rojo vivo.

—Tu cabello... —murmuró la niña, señalándome con sus ojitos brillando.

Me llevé las manos al cabello de inmediato, pensando que estaba desordenado.
—¿Qué pasa? —pregunté nerviosa.

Ella sonrió y me mostró su muñeca.
—Tienes el mismo color que Mérida.

Reik soltó una risita, y yo solo pude reírme también, entre pena y ternura.




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