Después de treinta minutos en la fila para la foto, finalmente llegó nuestro turno. Yo no dejaba de mirarla; la foto quedó perfecta y hasta me tomé una con esa niña adorable. No podía dejar de sonreír.
—¿Coca-Cola o Pepsi? —la voz de Reik me sacó del trance en el que estaba mirando la fotografía.
—Lo que tú quieras —respondí, sin despegar los ojos de la foto.
Reik soltó una risita mientras pedía algo.
—Sabes, te ves adorable —dijo, y sentí su mano rozando la mía.
Lo miré con las mejillas encendidas, rojas como tomates.
—Gracias, Reik.
—Iris, no tienes que agradecerme nada. Además… nuestra cita todavía no termina. Así que prepárate para comer —rió, y yo lo seguí.
Probamos pizzas de todos los sabores mientras hablábamos y reíamos. Me recordó a cuando apenas lo conocía, a esa facilidad suya para colarse en mi corazón sin que yo pudiera frenarlo. Era tan sencillo hablar con él, tan natural olvidarme de todo lo demás.
Las pizzas dulces fueron mis favoritas, sobre todo las de helado. Después de comer y de sacarme mil fotos con la princesa, salimos.
—¿Lista para nuestra tercera parada? —preguntó Reik al encender el auto.
—Sí —contesté, sin soltarle la mano.
Esta vez no la solté en todo el camino. Después de un rato llegamos a un estacionamiento vacío. Solo algunos autos más. Reik bajó, me abrió la puerta y, antes de dejarme salir, me detuvo.
—Espera.
—¿Qué pasa? —pregunté intrigada.
—Creo que será mejor que cambies esos zapatos por estos. —Me entregó una bolsita de regalo.
La abrí con curiosidad. Dentro había una caja, y dentro de ella unos zapatos bajitos, negros, con brillos en la punta y una pequeña flor. Eran preciosos.
—¿Te gustan? —preguntó, bajito, como si temiera romper el momento.
—Me encantan —respondí, sonriendo—. Gracias.
Él recogió mis zapatos y los lanzó dentro del auto mientras yo me probaba los nuevos.
—Perfecta —dijo simplemente.
Me ayudó a bajar, cerró la puerta y apretó mi mano contra la suya. Lo seguí. Subimos unas escaleras interminables y, a mitad de camino, jadeando, le solté:
—¿Acaso vamos al cielo?
—Necesitas más ejercicio, Iris —rió.
—Creo que no voy a poder bajar después —dije, llevándome una mano al pecho.
—Tranquila, yo me encargo —me guiñó un ojo.
Al borde de quedarme sin pulmones, llegamos a un mirador. Era hermoso: las montañas, el mar, las luces de la ciudad, todo a la vista. Una brisa fría me movió el cabello. Reik me guió con su mano hasta una fila corta, donde nos colocaron pulseras verdes.
Nos sentamos en una mesa pequeña y privada, con una vela encendida en el centro. Frente a nosotros, un enorme banana split, dos botellas de agua, cucharitas y servilletas. La mesa comenzó a moverse suavemente, dejándonos disfrutar de la vista.
—Iris… —su voz me sacó de mis pensamientos. Se inclinó hacia mí, quedando a centímetros.
—¿Sí? —susurré.
—Estoy muriendo por besarte. —Sus labios rozaron los míos apenas.
Me reí nerviosa.
—... ¿por qué no lo has hecho? -me salió sin pensar, un poco avergonzada.
—Por Idiota —rió, y terminó de acortar la distancia.
Sus labios encajaron en los míos. Al principio fue un beso lento, cuidadoso, como si quisiera grabar cada instante en la memoria. Podía sentir su sabor, la forma en que nuestras bocas se buscaban, lo perfecto de encajar en él. Mi corazón latía a mil, mis manos se aferraron a sus brazos mientras las suyas acariciaban mi rostro.
Se separó apenas, mirándome a los ojos, y ese instante me pareció eterno. Luego volvió a besarme, más rápido, más intenso, y cada segundo era mejor que el anterior.
Y entonces, entre todo lo perfecto, un pensamiento cruel me atravesó como un golpe:
¿Cuándo vas a dejar de mentir, Iris?
El sabor dulce del beso se mezcló con el amargo del secreto, y sentí un nudo arder en mi pecho.
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Editado: 26.09.2025