Conocí a Jonathan en la escuela primaria. Nada realmente qué destacar.
En esa época llegaba todos los días con cara de no haber desayunado, con los gritos de mis padres zumbando aún en mis oídos y la idea que haber nacido omega era el peor pecado del mundo.
Y entonces estaba él. Siempre brillando, siempre sonriendo. Era un omega como yo, pero todos parecían premiarlo por ello.
Lo odié hasta que la maestra de turno me obligó a sentarme a su lado por los cuantos meses que quedaban del año escolar.
Era un niño de ocho años, chimuelo y con un estúpido suéter azul de encaje rosa. Su sonrisa desastrosa se fijó por primera vez en mí.
¿Quién diría que todo el coraje y "odio" se irían en tanto esa sonrisa y esa mirada se fijaran en mí?
-Seamos mejores amigos – Había dicho él, antes de abrazarme como si nos conociéramos de toda la vida.
Pienso en ello hoy en día, pienso que nos faltaron muchos años para ser compañeros de vida.