Escritober (reto de octubre)

Día 26: Discusión

Narra Diana

 

Aún recuerdo nuestra discusión, tan lejana ya en el tiempo, pero que aún late dolorosa en algún rincón de mi memoria. Aún recuerdo como los gritos rompieron nuestras gargantas hasta quebrarnos también por dentro. Las lágrimas de furia, que quemaban. Los rostros desencajados, con expresiones que no sabíamos que podíamos dibujar en ellos. También recuerdo las palabras venenosas. Nos dijimos muchas cosas. Demasiadas. Éramos monstruos nacidos de la rabia, el miedo, el dolor. No éramos nosotros, sino sombras rotas que querían hacer daño porque estaban sufriendo demasiado.

Aún no he dejado de culparme por la muerte de esos dos chicos, a pesar de que aquello ya esté resuelto. ¿Cómo iba a saber yo que el semielfo al que entrenaba para que pudiera controlar a la bestia de su interior acabaría descontrolándose? ¿Cómo iba a imaginar que mataría al más querido aprendiz de Hino? Tuve la culpa de confiarme demasiado. De dejarlo solo un momento. De no haberlo vigilado...

Y entonces todo estalló. Todo se rompió como el cristal. Aún recuerdo la escena como si hubiera pasado ayer... Hino lloraba desgarrado, como jamás lo había visto llorar. Entre sus brazos yacía el cuerpo del niño elfo, herido, destrozado. La ropa de Hino se manchaba de sangre pero aún así seguía abrazando a su aprendiz. Yo caí de rodillas. Me acerqué temblorosa y sentí romperme cuando vi al semielfo al que tanto había entrenado atravesado por una flecha, un vano intento del niño elfo en protegerse. Lloré. Grité al cielo para buscar una respuesta a aquello.

Y luego la aguda mirada de Hino que me atravesó como una daga. Como si yo les hubiera matado. Como si fuera yo la asesina. Y fue ahí cuando una brecha se abrió entre nosotros mucho antes de empezar a discutir.

—¿¡Dónde demonios estabas!? ¿¡Cómo me explicas esto?! —gritó él, furioso.

—Yo...¡él parecía controlarse! Parecía... parecía... —No pude continuar. ¿Realmente iba a saber controlar ya a la bestia?

—¡Están muertos, Diana! ¡Muertos! ¡No se controlaba! —ladró él, acercándose—. ¿¡Cómo les digo a los padres del niño que lo han asesinado!?

—¡Déjame hablar, maldición! —me hice oír, entre gritos y lágrimas que me ardían—. ¡¡Él ya se controlaba!! Debió haberle pasado algo... debió... —sollocé, sin querer. Estaba muerto. No iba a regresar. Jamás podría saber qué le pasó.

—¡Es un semielfo, por el amor de los dioses! —Aquello me partió en dos—. ¡El hanner anifail es impredecible, tú misma lo sabes! ¡Son peligrosos cuando están así!

Ahí quise hacerle el mismo daño que me estaba haciendo a mí.

—Sí. Es un semielfo, como yo. ¿Yo soy también peligrosa? ¡Yo ya sé controlar mi poder! ¡Y él ... él estaba apunto de conseguirlo! —le reproché. Sentí mi bestia queriendo salir, pero no le dejé paso—. ¿Le vas a despreciar por ser semielfo? ¿Vas a despreciar a los semielfos como todos hacían antes? ¡Nos mataban, nos exterminaban por miedo y desconocimiento, por que nadie nos daba una oportunidad para aprender a dominar nuestro poder! ¡Él ya lo estaba con-si-guien-do! ¿¡Me escuchas!? ¡¡Él era el primero que quería dejar de hacer daño a los demás!! Además, ¡pudiste haber protegido al niño, para eso era tu aprendiz!

—¡Eso ya no importa, porque están muertos los dos, por haberle dejado solo! —me respondió, alzando más su voz—. ¡Eras responsable de él! ¡Es tú culpa!

Mi culpa. Mi culpa. Fue mi culpa. Esas palabras se incrustaron en mi ser y jamás pudieron salir. Y me hicieron tanto daño que le empujé. Que nos seguimos gritando. Que nos empezamos sin querer a odiar, alejando el amor. Borrando los besos y las caricias de nuestras pieles y cubriéndonos de odio y desprecio. De palabras que no queríamos decir. El recuerdo de los dos chicos que murieron se hincaban dolorosamente en cada una de nuestras palabras, en nuestras voces, en nuestras almas... Y por ello nos hicimos tanto daño. Porque no sabíamos como afrontar lo que pasó. Porque ya no nos conocíamos, pues habíamos visto a nuestros propios demonios.

Y luego él se fue a otra aldea, abandonando su puesto de líder. Lo hizo con dolor, con pena, con amargura. No quería vivir más en aquella aldea donde había visto morir al niño al que veía como un hermano pequeño. No quería volver a verme, no después de nuestra pelea. De la discusión que nos transformó en desconocidos. Yo jamás le seguí. No pude ni quise, por orgullo y porque sabía que todo había sido mi culpa.

Y sin querer, dejamos que los años pasaran entre nosotros, separándonos aún más. En el aire se quedaron las palabras que no nos dijimos, pues en su lugar habían salido otras muy distintas. Nuestras caricias y nuestros besos se transformaron en un leve recuerdo que recordábamos solo al ver el hueco vacío en nuestras camas. Y aunque nuestros cuerpos estuviesen separados, nuestras almas seguían unidas y por eso sentíamos el dolor mutuo que nos habíamos hecho. Que nos estábamos haciendo.

Me estremezco al recordar lo vacía que me sentí durante tanto tiempo. El dolor queme atravesaba. Los llantos que me consumían por las noches y el abrazo de la soledad que me ahogaba. Luego llegaron a mi vida Eliel y Dorian, y me sacaron de mi propio pozo de oscuridad.

Por suerte, eso ya pasó. El destino, que parecía haberse equivocado con nosotros al separarnos, nos volvió a unir. En una aventura que recuerdo tan bien, nuestras manos volvieron a unirse. Nuestras bocas volvieron a rozarse. El enfado ya había desaparecido y se había convertido en un resentimiento que dolía. Pero nos reconciliamos y nos dijimos el perdón que deberíamos habernos dicho mucho antes. Nos disculpamos por todas las palabras que habían dicho nuestro odio y no nosotros.

Y juntos, intentamos olvidar el pasado que nos convirtió en monstruos.

Me giro sobre la cama para buscar una postura más cómoda. A mi lado, Hino descansa con un pacífico rostro que ansío acariciar. ¿Cómo pudimos odiarnos?¿Cómo pudimos discutir así? ¿Cómo pudimos ser así? ¿Cómo pudimos separarnos?



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En el texto hay: relatos

Editado: 31.10.2020

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