Otra vez, maldita sea. Otra vez volví a caer en mi propia trampa. Estoy de nuevo en el suelo, observando mis pedazos desperdigados por doquier, sangrando, esperando por esa ayuda que nunca llegará, o por el momento en que la tierra se abra y me trague el tártaro. Y es que al final, nunca aprendo. Confío ciegamente en la gente, les entrego mi ser entero contenido en mi pequeño y frágil corazón, y luego ato mis manos para evitar intentar recuperarlo. Cada verano es la misma miseria, una y otra vez, sin fin. Luego llegan el otoño y el invierno, que me secan y desgarran cual hoja que cae de un triste árbol. Y aunque luego hace presencia la primavera, mis raíces del alma nunca jamás florecen, pues poco a poco voy perdiendo las pobres reservas que van quedando. Pero, ¿Qué será de mí? ¿Qué pasará cuando lo poco que tengo, desaparezca al fin? Quizá me convierta en ceniza y me vuele el viento, quizá me tire al mar y me convierta en espuma mientras el sol se posa sobre el horizonte. Quizá me reseque, me desintegre y me convierta en comida para gusanos. Quién sabe. Sólo sé que vivir así es agotador., pues no hay rostros conocidos, trazos de pisadas, no hay un lugar al que ir cuando se está cansado o azul. No hay nada, solo frío y oscuridad. Oscuridad que me abraza sin permiso y no me deja ir.