El monstruoso grito congeló a Yaoc justo dónde estaba, erizando cada pelo de su felino cuerpo, alzó su cola esponjada y siseó en dirección del sonido. Sus patas se hundieron con fuerza en la tierra, tensó cada músculo espiritual y físico, y, en vez de huir como cualquier otro gato lo habría hecho, tomó coraje de aquella fuente inagotable de valor y rugió amenazadora.
Entonces, dejando la antorcha de fuego mágico que iluminaba el oscuro pasaje sobre el suelo, caminó a paso firme y seguro, colocando una pata frente a la otra, hasta el final del túnel. En aquel lugar el olor a azufre era menor, podía percibir una suave fragancia a copal y a los inciensos ceremoniales que los mexicas usaban en sus ofrendas y rituales. A Yaoc le resultaba bastante extraño aquel olor, pues esa era la guarida de una bestia, no de una divinidad. Ni siquiera Mictlantecuhtli, su horrendo jefe, siendo un dios, despedía un olor así.
En aquella oscuridad apenas podía enfocar una pequeña plataforma al final del pasillo, era un cuadrado casi perfecto de uno por un metro, hecho de algún tipo de piedra que brillaba con la tenue luz de la luna.
Yaoc pisó cuidadosamente aquel espacio, intentando que sus patitas no resbalaran y que tampoco hicieran demasiado ruido. Después, tomó asiento en sus patas traseras y alzó la cabeza para observar el nuevo lugar en el que se encontraba. Era una chimenea inactiva, un cilindro casi perfecto que llegaba hasta un cráter secundario del volcán, justo por dónde se escabullía la luz plateada hacia el interior. Podía ver que la plataforma dónde estaba formaba parte de una escalera interminable que se extendía desde la cima hasta lo más profundo de la cámara, o eso pensaba ella, ya que el fondo estaba tan oscuro que no era posible adivinar hasta dónde llegaba, bien podía ser un túnel que atravesaba todos los reinos, desde el hogar de Coyolxauhqui, la diosa de la Luna, hasta el mismísimo Mictlán.
Con ese tipo de sensación en la boca del estómago, cuando la adrenalina comienza a correr por las venas, la emoción hacia lo desconocido, el suspenso y la curiosidad impregnada con el miedo, Yaoc dio el primer paso hacia las profundidades.
La escasez de luz era tal que sus ojos felinos no eran suficientes para permitirle ver el camino, solo se pegó a la pared del cráter para guiarse con temor de caer en el vacío. A lo lejos podía escuchar una respiración agitada, pero profunda, acompañado de un suave gruñido lastimero, como con dolor contenido, también se percibía un suave aleteo, un sonido parecido a plumas chocando entre sí y rozándose con otra superficie, y más allá, algo metálico que recordaba a cuchillas raspando la piedra.
¿Qué tipo de bestia se escondía al fondo de aquella cámara?
Sea quien sea respiró hondo, aspirando el olor a flores de cempaxúchitl que la guerrera desprendía, el símbolo de su origen y la marca de su señor.
—Te conozco —dijo aquella misma voz, ahora suave como el siseo de un gato al acecho, y algo muy suave rozó la trompa del jaguar, quien, a pesar de sentirse amenazada, no flaqueó—. Esa fragancia… apestas al Mictlán, guerrera.
—He sido enviada por el Señor del Inframundo a capturarlo, señor… —ella contestó con la seguridad de un soldado, pero en realidad no sabía si aquella bestia podía ser catalogada como un «señor».
—No te diré mi nombre, si eso es lo que esperas. —Rio y todas las paredes retumbaron—. Y tampoco iré contigo; antes tendrías que matarme y llevarle a ese traidor mi cadaver. Pero ya son varios los que lo han intentado… hasta yo mismo, y no ha dado resultado. Heme aquí, hablando contigo, espíritu jaguar.
Yaoc notó cierta tristeza y frustración escondida en aquel cinismo siniestro, pero su corazón no flaqueó, sino que se fortaleció y recuperó la compostura.
—Anda, espíritu, ve a darle mi mensaje a tu jefe —le dijo, retorciendo su alargado cuerpo dentro de la cámara—: «Muerte, si quieres recuperar a tu prisionero tendrás que venir tú mismo a terminar con mi vida, pues de esta cueva solo saldrá mi cadaver» Dile eso, si no es mucho inconveniente… ¡y lárgate!
«Vaya modales» pensó Yaoc, pero no respondió palabra alguna, tampoco dio indicios de moverse. Ella no se iría tan fácil; su única tarea era capturar a la bestia y llevarla de regreso a su celda en el Mictlán, y no se iría sin completarla. En vez de eso, se acomodó en aquel escalón de piedra, se sacó la armadura del cuerpo y se recostó para limpiar su pelaje cómodamente.
Su lengua rasposa repasaba las manchas de su pelo dorado una y otra vez, intentando tranquilizar sus nervios y la ansiedad que le provocaba aquel oscuro espacio cerrado que compartía con una bestia de aspecto desconocido y actitud amenazante.