La noche era fría y en la cima de aquel volcán, el viento helado peinaba el pelaje manchado de la guerrera jaguar, el cual era iluminado por la dulce luz plateada de la luna llena.
Yaoc, cansada por el viaje y por el tumulto de emociones al que había sido expuesta en presencia de la bestia, se recostó en el último escalón cuadrado, acurrucándose en una esquinita y cubriéndose con las plumas y las pieles de su armadura para protegerse del frío. Y luego, autoconvenciéndose de que era buena idea tomar un descanso y relajarse, cerró los ojos dorados, adentrándose inmediatamente en un sueño profundo.
Un templo se erguía ante los pies morenos de la joven, su piel clara y tersa contrastaba con la piedra caliente en la que estaba parada, así como con las pulseras de obsidiana que adornaban sus tobillos. Sentía miedo, pavor; las manos le temblaban, así como los labios y las rodillas; sus ojos estaban secos y un horrible dolor en el pecho le hacía imposible respirar, sin embargo, realmente no necesitaba de oxígeno para estar de pie ante aquella escena.
A su espalda se encontraba un enorme portal hecho con un par de enormes bloques de roca tallada que parecían estar parados en medio de la oscura nada, y entre ellos, un camino hirviente llevaba hasta las escalinatas custodiadas por dos fogatas tan poderosas que iluminaban aquel averno con una tenebrosa luz anaranjada y rojiza.
Frente a ella, justo al centro del altar, un enorme espejo se anteponía ante un extraño ser emplumado, cuya pierna izquierda era sustituida por un palo con inscripciones ancestrales. La joven no podía ver las facciones de aquella entidad, pero al alzar la vista accidentalmente alcanzó a ver un rostro humano cuyos ojos habían sido oscurecidos con una franja negra como el mismo abismo.
A un lado de aquel ser estaba sentado en un trono un dios con una máscara de calavera, piel cubierta en ceniza, un penacho rojo coronando su cabeza y un bastón hecho de huesos humanos y animales. Y a su derecha, una fémina de constitución robusta y grandes manchas de sangre le acompañaba con gran presencia.
También estaba un representante emplumado de Huitzilopochtli, vestido en su ropaje ceremonial de colibrí y una lanza en la mano izquierda. Con él se encontraba un misterioso ser escondido bajo una capa oscura que no permitía ver más que su mano, con la que sostenía un bastón con una peculiar forma de serpiente.
Unas manos obligaron a la joven a avanzar hasta los pies de la escalinata, justo dónde los ojos de aquellos seres se clavaron dolorosamente en ella.
—¿De qué se le acusa? —Una voz se escuchó atronadora.
—¡Traición! —El representante de Huitzilopochtli gritó—. ¡Traición!
—¿Y las pruebas? —preguntó el ser encapuchado, dando un paso al frente y golpeando el piso con su bastón.
—La marca… ¡Tiene la marca! —Ahora fue la mujer gorda llena de sangre quien habló, saltando y riendo como una demente—. ¡Tiene la marca de un guerrero jaguar!
—Sí —dijo el de la capa con seriedad, caminando más cerca de ella—. Tiene la marca de un jaguar, Mictecacíhuatl, pero no hay razón para pensar que la niña ha luchado con los guerreros de Huitzilopochtli. Mira sus piernas, sus manos… observa sus largos cabellos…
—Tenemos testigos —Mictlantecuhtli, el enmascarado, dijo con una sonrisa siniestra.
La joven no entendía nada, solo sabía que algo malo estaba sucediendo… que algo malvado se formulaba en aquella escena y que no saldría bien parada. Ahí, más que nunca antes, tenía miedo por su destino. Y cuando escuchó aquellas palabras del Emperador del Inframundo, supo que su futuro estaba sellado.
Tímidamente alzó la vista hacia el altar una vez más, sus ojos se cruzaron con los del portador del Espejo y vio cómo su rostro se oscureció.
—Que pasen los testigos, entonces, Muerte —el encapuchado masculló con ira.
Entonces, una anciana caminó hacia dónde se encontraba la joven, le dedicó una mirada de reojo y esbozó una sonrisa malvada y llena de agujeros.
—Dí tu nombre, testigo —ordenó el del bastón de serpiente.
—Xóchitl, señor —contestó.
—¿Quién eres?
—Una sacerdotisa, señor —dijo, pero algo en el interior de la joven le dijo que esa mujer mentía.
—¿Tienes algo que decir?
—Sí, señor. —Volvió a sonreír, esta vez atreviéndose a mirar directamente hacia el espejo de humo—. He venido como testigo, señor. Yo he visto a esta joven luchando entre las filas del Gran Sol Huitzilopochtli… Su espada está llena de sangre enemiga, señor, y su piel ha sido pintada con las marcas del jaguar. Y también he visto hechicería prohibida, señor… Un nahual. La niña es descendiente del Nahual de Aztlán, del enemigo de nuestro señor Mictlantecuhtli.