Estación Pedro Livio: la noche del Cementerio Nacional

La noche del apagón en el tren

Se había despedido de su familia y se dirigió hacia su destino. Era la famosa víspera de la Noche de Brujas, en la que un santo retirado como él andaba sin miedo a las misteriosas tinieblas, porque tenía el respaldo del poder celestial —según sus acciones—. En esas mismas pisadas por el sendero que pasaba, estaba cubierto por un negro y suave abrigo de ceda que, incluso le cubría hasta la pulcritud de su alma. Era temeroso de la fe y buen ser humano que valía por miles.

Fue una noche lluviosa y envuelta en suspenso, con tanta agua que parecía un diluvio, en la que la Luna solo alumbraba una parte con muy poca luz, y sin mucho tránsito en la calle. No se detenía por ninguna coasa extraña.

Espero media hora debajo de un póster que tenía una bombilla amarilla, mirando su alrededor; y solamente pasó un carro que iba hacia donde él se dirigía, y sin pensarlo, lo detuvo y pidió que lo dejara en la estación Los Taínos; mas el conductor de apariencia sumisa, le dijo en voz directa y veraz:

— Llego antes de la próxima cuadra, pero la estación está cerca… la estación está… usted llega en dos paso—.

Tal vez pensó que me la creí de una sola sentada, pero los choferes con tal de ganarse el dinero… y le dije calmadamente, con palabras sabias:

— ¡De aquí a esa cuadra, cualquiera interpreta la astucia de un necesitado, que solo piensa en sus comodidades! —y lo miró un poquito asustado, tragando el aire de su boca en seco—; pero, no se preocupe, porque Dios cuida a los inocentes y a los sagaces de formas diferentes—.

Me dejó en el lugar que acordamos: esa cuadra que no lo dejaba ver ni una sola alma caminando. En ese instante, antes de salir del vehículo, entró su mano en el bolsillo derecho de la parte delantera de su pantalón y sacó en tres segundos treinta pesos que le acompañaban, y mirando fijamente al conductor, abrió su boca y con ligeras palabras le dijo:

— ¡Tenga su dinero y gracias por el viaje! —y no se atrevió a decir ni una sola palabra, porque él sabía lo que le estaban diciendo; y se bajó del auto, y luego se acercó a su volante pacientemente y sacó su sombrilla para evitar llegar empapado de agua a la estación…— ¡Y que el Señor le multiplique justamente como usted brinda su servicio! ¡Vaya con Dios, señor!

            Cuando giró para seguir su camino, el conductor del carro le miró y muy enojado dijo en sí mismo:

— ¡Y vaya usted con el otro, el Maligno! — pues, esa fue su “bendición”, la que para nada era “bendición”, sino “maldición” —.

            Caminaba derechito por la calle que estaba solitaria con su pequeña sombrilla rosa de punticos negros; en sus pies, llevaba unos calzados muy cómodos, que casi ni se sentían al pisar; una mochila negra donde cargaba las vestimentas de los días anteriores en casa de su familia.

            Llegó a la estación de la línea uno, llamada Los Taínos, aquella que tenía algunas figuras históricas del tiempo de la colonización y algunas pinturas con paisajes campestres.

            Al entrar por la gran puerta, desde la superficie del piso, se podía ver todo hacia abajo. Hubo pocas personas circulando en el pasillo; y mientras otras hacían la fila para la compra de sus boletos, la mayoría pasaba su tarjeta por la caja de registro de viajes, de modo que les permita cruzar el torniquete, para esperar el próximo tren con dirección hacia otros lugares diferentes.

            Y allí estaba el joven: comenzó a bajar las escaleras normales, observó el panorama, escurrió su sombrilla y la entró en el bolsillo izquierdo de la mochila, mientras deslizaba su mano derecha por el bolsillo derecho, esta vez por la parte trasera del pantalón, y se detuvo en el peldaño número siete. Sacó su billetera, la abrió y notó que no le quedaba ni un solo peso en las ranuras de la desdichada… recordó que había gastado los treinta pesos que le quedaban, cuando se bajó del carro y se los dio al chofer; y también recordó que tenía veinte pesos equivalentes a un viaje de ida, pero estos no eran físicos, sino que estaban en la tarjeta recargable del Metro, los cuales debía usar únicamente en ese servicio de transporte.

            Pensó entrar la billetera en su bolsillo, pero recordó que en la tarjeta que estaba dentro de ella, los veinte pesos que esta contenía, representaban su viaje de retorno a casa. Pues la dejó en su mano, sosteniéndola como el padre que lleva a su hijo en sus brazos. Y continuó bajando las escaleras, hasta llegar a la caja de registro de viajes que estaban frente a la cabina de compra de boletos, en la que también quedan justo al frente los torniquetes de paso hacia el otro lado, adonde próximamente llegaría el último tren de la cálida noche.

            Pasó su tarjeta por el cobrador de viajes y automáticamente se registró su servicio de pase en el sistema, para autorizar el abordaje de su transporte. Rápidamente, movió el torniquete con sus piernas para pasar y ubicarse en un lugar de espera del limitado espacio que había, y así lo hizo. Estuvo en el andén dos del riel novecientos cinco más trece. Y allí, ya se podía observar a las personas dispersas en su lados, con sus mascarillas; y en el otro lado interno de la estación subterránea, en el andén uno, no había nadie ni si quiera un cobrador de boletos.

            Se sentía solo, en el sentido de que él no conocía a nadie y ni una sola persona estaba cerca de él, por lo menos para hablar hasta que llegara el tren, o quizá para hacerle compañía… pero así son las cosas de la vida: andaba solo en un lugar seguro y con energía eléctrica, rodeado de desconocidos muy confiables, donde cada uno de ellos estaba en su mundo, sin buscar conversación con nadie. En efecto, no los  culpaba por sus actitudes, porque su manera de asumir el momento era muy justificable; y allí, me llegó a la memoria que la pandemia estaba en su completo auge y podría ser que nadie quería propagar más el virus. Por eso se sentía así, aunque tampoco no era nada del otro mundo, que alguien me permitiera conversar con su personalidad, aunque sea los minutos que nos quedaban el en lugar, porque después de todo, estábamos bien cuidados, tomando las precauciones y las medidas necesarias… —pues, el distanciamiento era la barrera que no cumplía con su pensamiento y lo entendía todo, sin mucha explicación—.



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En el texto hay: misterio, suspenso, terror

Editado: 10.10.2020

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