Mis padres había muerto, y ya no los volvería a verlos más. El pequeño mundo que habíamos construido con mucho esfuerzo, se desmoronaba, tras el duro golpe de la muerte de ellos, nada sería igual. Mi padre era el afamado profesor Fernando Ferreira, pasaba largas temporadas supervisando excavaciones arqueológicas, en Egipto. Su jovial carácter contagiaba mucho entusiasmo sin igual. Consiguiendo que cada segundo a su lado fuera especial para mí. Cada día era una aventura con él. Siempre me contaba maravillosas leyendas de épocas remotas.
Pero ya no regresaría. Su último viaje fue con mi madre y no hubo retorno. Los dos murieron en una excavación a unos kilómetros de las pirámides. Mi corazón se rompió en mil pedazos, ya que no los volvería a ver. Era demasiado para mí todo esto, traté de calmarme, pero era demasiado fuerte el dolor. Estoy tan triste, pero pasará. Me lo prometí, lo único en que estaba segura era que tenía que sacar fuerzas de donde fuese para afrontar aquella situación. Ahora todo dependía de mí.
Casi sin darme cuenta, mis pasos me llevaron hasta es estudio del apartamento, donde observe con nostalgia cosas que aún guardaba de ellos. Todos aquellos objetos que mis padres coleccionaban, de cada viaje que hacían. Aún no me hacía a la idea de que no lo volvería a ver más. Y mi madre siempre a su lado apoyándolo, era una hermosa reportera y escribía cada noticia de mi padre. Nunca más sonreían, nunca más los vería, mi padre me contaba sus hazañas en las excavaciones de Italia, España o Egipto. Egipto era su pasión, amaba su cultura con un entusiasmo voraz que me contagió, despertando en mí una enorme curiosidad por aquella remota civilización.
Abrí uno de sus últimos libros, comprobé que se trataba de un registro completo sobre la última excavación en la que estaba trabajando, una de las dos que llevaban a cabo a orillas del río Nilo, al oeste de Luxor. Recordé que, justo antes de que ellos fallecieran, estaban a punto de llegar hasta la cámara mortuoria de una importante egipcia. En eso Noté que algo caía sobre mis pies y me agaché para recogerlo.
Uno de los objetos era una llave muy hermosa, el otro era una fotografía de alguna escultura encontrada en la excavación. Las dos cosas se habían resbalado de las páginas del libro. Al observar la imagen con detenimiento vi que se trataba de una escultura de un busto femenino. De pronto, mis ojos se agrandaron y mi corazón comenzó a latir con fuerza.
¿Qué clase de broma macabra era esa? Aquella imagen de la foto guardaba una semejanza asombrosa conmigo. No es posible mascullé entre dientes. Y un escalofrío me recorrió la espina dorsal. La fotografía se cayó de mis manos, pero no me detuve a recuperarla. Salí a toda prisa del despacho, sin mirar atrás. Aquello me produjo un miedo terrible, que estuve caminando de un lado a otro del apartamento, no quería volver al estudio.
Adam se había recostado en su silla con una mirada de desconcierto en la cara. ¡Era absolutamente increíble! Dios mío. Un descubrimiento arqueológico en la excavación que estaban realizando sus colegas y él quería coleccionar una de esas vasijas. Pero se hallaba ante algo más grande. Él sintió una gran emoción. Algo más… Sintió la necesidad de ver los objetos, que habían extraído de esa excavación. Se puso en pie, avanzó hacia la ventana y apretó su frente contra el cristal. Aparte de su propio reflejo inmediato. Como siempre cuando le interesaba un antiguo objeto, Sonrió ante lo que había visto en fotos, enviadas desde Egipto. Su teléfono móvil empezó a sonar a su lado y que le hizo dar un respingo. No reconocí el número que apareció en la pantalla.
— Dígame. —contestó él.
— ¿Adam Santamaría?. —de pronto una descarga eléctrica lo sacudió con fuerza al escuchar una voz, aquella voz.
— Soy Abigaíl Ferrería. Me han dicho que quiere contactar conmigo, por algunos objetos antiguos de Egipto, que pertenecían a mi padre.
La mente de Adam se bloqueó. Tardo varios segundos en reaccionar, pues las palabras se les atascaron en la garganta.
— Sí, soy yo. He estado llamando porque necesito ver algunos objetos antiguos que su padre me ofreció, aun estando en vida.
Él hizo una pausa, tratando de buscar la excusa perfecta para que no se negase a verlo, ya que había llamado varias veces y nadie sabía darle razón.
— Entonces, es posible que nos veamos, por ejemplo, mañana por la tarde. —dijo el nervioso.
— Sí, sí, claro. Sabe dónde está la pastelería y cafetería Dulces. Si le apetece podemos quedar allí mañana, sobre las dos.
— Sí… sí… Por supuesto. Allí estaré.
— De acuerdo. Te veo mañana. —Abbie suspiro.
— Hasta mañana, señorita.
Solté teléfono con manos temblorosas y me paseé de un lado a otro de la habitación, nervioso. Hablar con la hija de Fernando Ferreira fue algo extraordinario, Adam no sabía por qué sentía de esa manera, pero era algo agradable para el. Ahora tenía que esperar al siguiente día para ver a la joven.
Esa misma noche, mientras el volvía a extender las fotografías ante sí, de todos los objetos antiguos que tenía, los clasificaba y les tomaba foto. En ese momento la gata subió silenciosamente de un salto, anduvo majestuosa entre los libros, el cenicero, husmeó una de las fotos. Después, saltó al suelo, se encaró con el tercer segmento de un papiro qué tenía leyendo. Casi deliberadamente trajo una escena a su mente, una imagen de una mujer, sentados a las orillas del Nilo.