El día negro llegó antes de lo esperado. Una semana después, ya era oficialmente una sin techo. ¿Cómo? Pues... quise relajarme encendiendo una vela aromática robada del hotel. Habría sido mejor tomarme una valeriana y meterme a dormir, te lo juro.
Pero bueno, vayamos por partes. Después de todo, esto es una comedia romántica, no un inventario de decisiones estúpidas —aunque con mis cagadas ya podríamos escribir toda una saga.
Todo empezó con mi madre, que me destrozó el cerebro. En general, tenemos buena relación, pero su obsesión maníaca con casarme me tiene los ovarios al plato. Perdón, muy al plato.
—Eva —arrancó con tono solemne—, hoy fui a la iglesia.
Se me atragantó el aire. ¿Mi madre en la iglesia? ¡Si pisa el templo solo en Pascua! Y solo para ver quién con quién y qué se puso la vecina.
—¿Y qué hacías ahí?
—Saludé al nuevo sacerdote. ¡Un chico joven, simpático! De tu edad más o menos. Muy amable. Deberías conocerlo.
—¿Ahora querés engancharme con un cura? Mamá, pasate.
Ya me la había bancado con el granjero, el hijo de su amiga, el sobrino de una colega, incluso el viudo del segundo piso… ¡Pero un cura no!
—¿Y por qué no? Tiene trabajo fijo, goza de respeto… y las barbas están de moda.
—Digamos que no me van los hombres que se ponen sotana para ir a laburar.
—Debajo de la sotana puede haber algo muuuy interesante…
—¡Mamá, por Dios! Vas a tener reservado un caldero especial en el infierno si seguís así. ¡Y no pienso conocer a ese cura!
Pero ¿alguna vez mis “no” la detuvieron?
—Igual ya le di tu número.
Me largué a gemir como un perro abandonado.
—Por favor, dejá de buscarme pareja.
—Pero hija, no rejuvenecés. Después de los treinta y cinco es difícil encontrar un buen partido. Y ni hablar de tener hijos. Tenés que pensar en el futuro. La carrera está bien, pero la familia es lo más importante.
Sí, claro, “carrera”… Ni que fuera ejecutiva en Wall Street. Pero al menos podía usarlo como excusa. Si supiera que su hijita trabaja de mucama, ya estaría viniendo a secuestrarme para llevarme de vuelta al pueblo. Me pregunto cuántos años más puedo sostener esta mentira...
—Me tengo que ir. Hablamos después.
—¡Y sé amable cuando te llame el padre Dymitr!
—Ajá…
Y sí, tenía que apurarme. Tenía que pasar por el banco y pagar la cuota del préstamo. ¿En qué carajo estaba pensando cuando le di mi pasaporte a mi ex? Él ahora anda en auto nuevo, y yo... pagando sus deudas. Lo mataría con gusto.
Después de despedirme de mis últimos ahorros, me sentía como un globo desinflado. Todo lo que podría haber hecho con esa plata... pero no. Tenía que pagar el precio de mi propia estupidez.
¿Y ahora qué? Faltaban dos semanas para el sueldo y no me quedaba ni para el pasaje. Ojalá los huéspedes del “Incógnito” dejaran buenas propinas. Si no, iba a estar jodida.
Pero parecía que los muy hijos de su madre se habían puesto de acuerdo. Uno dejó la habitación hecha una porquería. Casi vomito cuando entré. Fui al dormitorio con la esperanza de encontrar al menos un billete, ¡pero nada! Solo un chocolatito en el borde de la cama. Y ni siquiera estoy segura de que fuera para mí.
—Hijo de puta... —murmuré mientras sacaba las sábanas mugrientas.
Los otros cuartos no fueron mejores. Todo lo que junté fueron unas monedas atrapadas en el fondo del ropero.
—¿Por qué esa cara larga? —preguntó el barman cuando me puse el delantal de mesera en lugar del uniforme de mucama—. Parece que venís a servir en un velorio.
—No estoy de humor.
—Te invitaría un trago, pero el jefe está en el salón.
—¿Ahmed?
—Amir.
Me di vuelta.
—¿Seguro que es él? Antes era gordo y con barba…
—Bajó de peso —se encogió de hombros el barman.
Y bueno… aunque yo no sea fan de los ricachones extranjeros, no pude evitar notar que el tipo estaba para el crimen. Cabello espeso, pestañas largas, barba bien cuidada, pómulos marcados… Seguro que huele a perfume carísimo. Me dieron ganas de comprobarlo.
Agarré el menú, me enderecé y caminé hasta su mesa contoneándome. Iba a sonreírle como si estuviera en un comercial de dentífrico y tirarle un par de cumplidos. Pero mis planes se fueron al tacho cuando una rubia se sentó a su lado.
—Mierda —murmuré, retrocediendo—. Llegué tarde.
—Ayer estaba con otra. A este tipo le gusta el cambio —comentó el barman.
Qué sorpresa. Otro perro más. Aunque viendo el nivel de lujo en el que vivía… no sé si le diría que no a pasar una noche con él. Al menos me daría un chapuzón en esa piscina privada.
Después de intercambiar un par de frases con la rubia, Amir se levantó.
—Las ostras, llévenlas a mi suite —ordenó, sin siquiera mirarme.
Ni un “hola”, ni un “por favor”. Qué patán. Entiendo que paga mi sueldo, pero un poquito de humanidad no cuesta nada.
—¿Y ahora tengo que llevarle esos bichos apestosos hasta arriba? Me dan arcadas.
—Pedile al chef que las tape con una campana —se desentendió el barman—. Y sonreí, Eva. ¡Sonreí!
Bueno, al menos por el servicio en la suite debería darme propina. Es una cuestión de educación básica.
Sosteniendo las ostras lo más lejos posible de la nariz, subí al último piso. Afrodisíaco mis ovarios. ¡Mejor hubiera pedido sushi! Ay… sushi. Tengo que pedirle a Yuli.
Y ahora tengo hambre…
Con una mano sostenía la bandeja de plata y con la otra me acomodé el pelo. Espalda recta, sonrisa hipócrita, y toqué la puerta.
—¡Adelante! —gritó la rubia.
Entré. La tipa ya estaba instalada, tirada en el sillón con las piernas arriba, jugando con las uvas de una frutera. Como salpique una gota y deje mancha, me va a tocar traer el vaporizador.
—¿Dónde dejo esto? —pregunté, resistiendo el impulso de sacarle la uva de la mano.
—Llévalo al dormitorio.
Ok… me metí más adentro, deslicé la puerta corrediza y pasé a la zona de la cama. No había muchas cosas suyas. Solo una notebook y unos frascos de perfume.