Falsa dulzura

[11] Max: Parte I

Mis pequeñas manos aferraban con fuerza el libro de la selva que me había regalado papá la noche anterior, uno más para mi pequeña colección. Esperaba no estar arrugando ninguna hoja. Con mi oído sano percibí el pitido de metal contra metal, de una cadena, una cadena que alguien usaba de accesorio, una persona que le gustaba el metal, el metal para lastimar, para asustar a alguien como yo. Apreté mis pasos, preguntando porque las maestra se quedaban afuera con los otro niños, niños que jugaban entre ellos con risas y sonrisas cómplices, niños que no tenían alguien que les hacía daño sin motivo aparente.

Mentira. Él tenía un motivo, siempre me lo decía: era débil, ser un niño débil lo molestaba. Yo lo molestaba, porque era débil. No me gustaba que me molestara, Celine siempre se enojaba conmigo por ceder, por no defenderme; pero ella no sabía, ella no tenía idea de lo que me hacían, de quienes eran. Ella no sabía porque siempre desaparecía en la hora de salir a jugar.

Los pasillos eran oscuros, largos, infinitos; perfectos para un monstruo. El mismo monstruo que usaba una cadena de metal.

Las paredes se hicieron más altas y las sobras más atemorizantes, yo estaba ahí; sentado en medio del piso helado, bajando la mirada cuando la persona que me empujó se alzó frente a mí. Quise cerrar los ojos con fuerza he imaginarme en mi habitación, hundido en alguna historia lejana a la mía, pero temía que él lo usara en mi contra.

—¿Qué tienes ahí, cuatro ojos? —su voz heló mi sangre.

Me aferré con más fuerza al libro. Quería gritar, exigir que me dejara en paz, que no le había hecho nada, que le diría a mis padres: pero callé, porque eso sería mejor que la consecuencia luego de las palabras.

—Oh mírenlo chicos, humillándonos —Lo sentí más cerca, pero no alcé la mirada—. ¿Te crees más listo por tener esas cosas? Cómo es que se llama… ¿cuadernos?

—Libros —musité, alzando una mano para reacomodar mis anteojos. Mal movimiento.

Lo primero que noté fue el vacío. Lo segundo fue un terror crudo. Entonces alcé el mentón, encontrando mi libro en las garras de Gassy Johnson. Fui a incorporarme pero una mano en mi hombro me estancó en el suelo, mi rostro se arrugó en una mueca de dolor.

—Libro —repitió con desprecio en su voz, agarrando el regalo de mi papá solo por la punta de la tapa. Sentí como el color se escurrió lejos de mi rostro—. Esto solo te hace ser más idiota, cuatro ojos, ¿quieres ser aún más idiota?

Y entonces cualquier grito que haya querido soltar se atoró en mi garganta.

Un ruido desgarrador retumbo en las paredes limpias, espectadores silencioso del acto más cruel que había visto por parte de ese monstruo. En ambas manos se encontraban hojas de mi libro, mientras que la tapa descansaba en el suelo estrujando mi corazón.

—No… —sollocé, atinando a agarrar el único pedazo que estaba a mi alcance.

—Te hice un favor, no lloriquees bebé.

Ese había sido el último regalo de mi padre antes que de que toda mi felicidad se acabara.

 

 

Pestañé, regresando a la actualidad donde me encontraba escuchando a Marcel mientras me señalaba un chico en particular a unos metros de distancia.

—… Y por último ese es Duncan Smith, es callado y por lo que he averiguado no tiene amigos además de compartir el almuerzo con el club de ajedrez.

Mi mirada regresó al chico de baja estatura, encorvado mientras parece ocultarse de todos con la capucha de su sudadera. Inconscientemente bajo la mía. No logré verle con claridad el rostro, pero en un lento movimiento me encontré con la misma mirada que había tenido años atrás y que solo atraía pesadillas por las noches. No tardé en regresar mis ojos a los libros que abraza con fuerza como si en cualquier momento alguien pudiera salir de las sobras para arrebatarlos, y a pesar de que mi vista no era buena a la distancia alcancé a percibir un leve relieve en el lomo. Tal vez era porque cuidaba a mis ejemplares a garras y dientes, porque siempre fui alguien que encontraba hasta el mínimo dobles que me hiciera saber que alguien lo había tocado, tal vez era demasiado friki para ello; pero mi percepción no me fallaba, estaba lo suficiente seguro para afirmar que se le había arrancado la cubierta y usó la cinta adhesiva para unirlo.

Ese detalle me había hundido en un déjà vu que prefería no volver a entrar. Bajo llave todo era más seguro: ni los monstruos podían entrar, ni mi propios fantasmas salir.

—Vamos—me incitó, haciendo el amago de agarrar mi brazo seguramente para que me apoyara en él. Podía caminar solo con ayuda de las muletas, algo que él no parecía entender: que estuviera minado de adolecentes torpes no hacía que mi vida peligrara, lo más grave sería que alguien golpeara mi muleta haciéndome caer y recibiera una mirada de mi parte que podría hacerlo rezar tres padrenuestros.

—¿Hum?




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