Draco va caminando por los pasillos del ministerio enfurruñado consigo mismo.
— Señor Malfoy, el Auror Potter dice que lo necesita en la sala de interrogatorios. —le dice una voz a su espalda.
Frenando con odio, Draco coje aire unos segundos.
— Dile a Potter, que la última vez que revise, el jefe de los Inefables tenía mejores cosas que hacer que ser su puta.
La pobre maga de quedo muda de la impresión y juntando aún más aire se volvió. No tenía que pegarla con ella, lo sabía, pero era muy difícil controlarse en esos momentos.
— Lo siento Dori —se apresuró a disculparse con una sonrisas encantadora que las derretía siempre—. Avísale que en este momento estoy ocupado, y que en cuanto pueda, me aparezco por allá. —dijo obligándose a no desquitar sus frustraciones con la bruja bajita a la que sí le pagaban por ser la mensajera de Potter.
Draco la vio sonreír más tranquila u se alegró ligeramente. No le gustaba gestarse la fama de amargado, pero es que esa había sido una mañana olvidable. Dos de sus muchachos habían metido la pata y ahora él era el que tenía que arreglar las cosas. Para sumarle, porque siempre podía ir peor, había tenido un encuentro de lo más, más, frustrante con dichoso Potter. Tener que verlo en ese mismo momento era una parada a su estado anímico. Algo que sin dudas no les convenía a ninguno de los dos.
Subiendo en el ascensor solo con el morocho la tensión sexual que emanaba de él había viciado el pobre aire que los rodeaba. Pese a lo que se esforzaba por aparentar, no era un maldito glaciar. En ese momento se sentía como un volcán, uno muy inestable a un paso de la erupción.
Necesitaba darse un revolcón con urgencia si pensaba volver a repetir la experiencia.
Cada día se le volvía más y más cuesta arriba, lo sentía. La necesidad de sexo empezaba a ser cosa diaria desde que ese infeliz decidió tomarlo se mano derecha. Si seguía exponiéndose a las juntas solitarias, inevitablemente, iban a terminar sumidos en un desastroso final donde el maldito moreno iba a tener la fortuna de enterarse a qué sabía la desesperación de un Malfoy.
Potter, claramente ajeno a sus problemas, iba tomando más confianza a medida que compartían misiones y ese mismo día había tenido la fatídica idea de dale un beso. Un beso. Maldito fuera ¿pensaba que estaban en el colegio? ¿Tanto le costaba ser malditamente normal y darle la mano con frío respeto como intentaba él?
Tenerlo tan cerca había puesto en jaque sus neuronas y, cuando sus labios rozaron su mejilla, había necesitado aferrarse con uñas y dientes a su pobre autocontrol para no estamparlo contra la pared del ascensor y atacarlo de una buena y santa vez.
— Señor... Disculpe que insista. Pero es que es un ex mortífago. Apareció hace unas horas, atacando a un muggle.
— Mierda.
Sin dirigir otra mirada a la joven se dio vuelta y salió camino a la sala de interrogatorios tan rápido como pudo sin llamar la atención sobre él.
Tocó la puerta preparándose mentalmente para el encuentro. No iba a permitir que sus chiquilinadas pusieran a nadie en peligro, menos a ese maldito cuatro ojos.
Cuando la puerta se abrió tragó fuerte y plantó en su rostro la mejor cara de indiferencia que tenía. Aquella que practicaba cada dichosa noche frente al espejo de su baño, esperando que Potter no lo descubriera cuando posara en él sus ojos.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo y se aguantó un gemido cuando la puerta se abrió de golpe.
— Draco, gracias por venir tan rápido —dijo servicialmente Potter.
— De nada —se obligó a decir.
Como Potter no se movió ni un centímetro para dejarlo pasar se concedió unos minutos para contemplar sus ojos.
Sabía que la obsesión que tenía con ellos era lo que muchos describirán como un fetiche y hacia tantos años había aceptado aquello, que hoy por hoy, solo se concentraba en esconderlo de los demás, más ya no de el mismo.
Aquella obsesión llevaba atormentándolo desde su segundo año en Hogwarts, aquella obsesión que fue la propulsora de tantos años metiéndose con el morocho, seguía firmemente arraigada en él.
Para su cuarto año, Draco tenía claro que no importará cuánto lo intentara, nada parecía lograr mermar sus abrumadores sentimientos y, para peor, deseos. Para que negarse si era un caso perdido. Por ello, optó por seguir metiéndose descaradamente con él. Después de todo, cada que lo insultaba, Potter se volvía a mirarlo y cuando lo hacía él podía recrearse internamente del espectáculo que eran sus ojos.
Porque Draco sabía que el muy hijo de puta tenía los mejores ojos del mundo mágico y muggle también:
Ligeramente rasgados. El izquierdo era solo un poco más grande que el otro y si aquello logrará que no fueran tan hermosos sería una ganga, pero no. Que no fueran asimétricos parecía solo volverlos más únicos, a su estúpido criterio, claro.
Enmarcados por unas pestañas tan negras y pobladas que cuando pestañeaba hacía que Draco se preguntara cómo no levantaban viento; largas y arqueadas rozaban sus mejillas cuando cerraba con fuerza sus ojos. A Draco le encantaba fingir que le lanzaba cosas solo para verlas acariciar su piel.
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Editado: 31.07.2020