El trayecto hacia los autos transcurrió en total silencio, pero con la victoria obtenida aún paladeable. No vemos directamente a ninguno de los hombres con quienes habíamos compartido la reunión y aquello solamente aumenta mi sensación de seguridad. Por primera vez en demasiados meses sentía que tenía una oportunidad real de retener la empresa de mi padre en mis manos.
Tokio se encuentra completamente despierto tras la ventana del auto y me ofrece una mezcla de tradición e influencia internacional que a momentos resulta estridente. Los colores, los rostros y el ruido eran tan diferentes a lo que Yamaguchi representaba que me cuestionaba si realmente alguna vez sería capaz de abandonar la prefectura.
Cuando la velocidad del vehículo disminuye estamos frente a un edificio elegante, pulcro. En la fachada la estética intenta simular una pagoda clásica y agradezco mentalmente a mi padre por su selección para aquel desayuno ligeramente tardío.
Mi nombre basta para que yo y mis cuatro acompañantes seamos guiados hacia donde mi padre y el grupo de Daiki y esperaba, sentados sin mediar palabra y desviando la mirada en torno al bien decorado lugar.
Ofrezco un saludo corto y tomo asiento junto a mi padre, con Rui a mi derecha y de frente a mi poco apreciado primo. La conexión visual es instantánea y ninguno está dispuesto a desviar la mirada primero. Por demasiados años la gente que nos conoció, sobre todo en nuestra niñez, solía asumir que éramos hermanos, y sabía que tenían motivos. El mismo cabello oscuro, la misma forma de rostro e incluso nuestros ojos compartían un tono almendrado idéntico.
Aquel duelo silencioso llega a su fin sin un ganador solamente cuando el último grupo arriba al lugar y todos respondemos el saludo de cortesía. Una vez todos nos encontramos reunidos la atención va a mi padre, quien ya está solicitando las opciones que el restaurante tenía para nosotros.
Satisfecha compruebo que todo atiende a un menú clásico japonés y no necesito demorar mucho para hacer mi elección. De manera sorprendente los cocineros parecían ya estar preparados para cualquiera que fuera nuestras elecciones puesto que la mesa se va llenando rápidamente de comida.
La joven dependienta trae hasta mi el tazón rebosante de arroz y el plato hondo servido con una ración considerable de sopa de miso. La temperatura del plato permite que el aroma llegue rápidamente a mi nariz, alterando mi apetito de manera interesante. Aquel panorama se completa cuando delante de mí sitúa una taza repleta de té mugicha.
Tengo que hacer acopio de mi fuerza de voluntad para no tomar los palillos desechables que yacían al costado del plato con sopa. Mientras algunos de los comensales aún eran atendidos fue colocado al centro de la mesa la especialidad de aquel lugar: Un vistoso y apetecible pescado preparado en lo que parecía una receta clásica local.
Pude ignorar completamente los complementos vegetales, totalmente atenta a la carne y lo perfectamente cocinada que lucía. Todo en aquella mesa se volvió una atmósfera cálida y apetitosa, a la espera de una sola señal para verse exquisitamente rota. Una vez que mi padre sujetó sus palillos y los levantó, con la vista en nosotros, ninguno necesitó mucho más.
Agradecí por la comida casi con prisa, separando los palillos y atacando los platos frente a mi con tanta calma y propiedad como mi hambre me lo permitía.
La carne se encontraba suave, la sopa caliente hasta el punto necesario y el té llenó mi boca del sabor a granos que buscaba. Realmente era un desayuno satisfactorio, nadie parecía prestar mucha atención a su alrededor pero sabía por uso de costumbre que a medida los platos fueran vaciándose aquello cambiaría.
Todos ahí nos conocíamos, habíamos estado a la mesa juntos en cenas familiares y reuniones administrativas decenas de veces, incluso los subordinados de cada prefectura eran rostros conocidos, presionados ante la presencia de todos nosotros, pero relativamente acostumbrados a sobre llevar aquel momento. Todos excepto Satoru.
Noto como poco a poco las miradas van recayendo sobre él y por un momento temo que su estadía en Italia haya modificado ligeramente sus habilidades, pero cuando lo busco de manera discreta noto que no tengo nada de qué preocuparme.
En absoluta seriedad pasaba su mirada de sus platos a un punto fijo en la pared frente a él, sin prestar atención a nadie. Los palillos entre sus dedos se notan cómodos y cada bocado al ya casi vacío plato de harusame atrapa a los vistosos fideos con gracia y sin error. Lo tenía todo bajo control.
Los platos se vaciaron, la carne en el plato central se agotó y cuando mi padre hubo dejado su par de palillos a un lado todos dimos por concluido aquel satisfactorio desayuno. Aun así, cuando lo miré comprendí que no habíamos terminado con la agenda programada para aquel día.
— Sus respectivos choferes recibirán una última instrucción. Posterior a ello serán libres de disponer de su tiempo hasta el día de mañana, cuando discutiremos la oferta extranjera.
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Editado: 20.05.2019