Frágil e infinito

Capítulo 1

El corazón le latió de prisa. La puerta estaba abierta, lo sabía por el hilo de luz que se estrelló en sus ojos, como una señal de que había llegado el momento. Mía sintió que después de una oscura tormenta, salía el sol. Arrojada en el suelo, esperó varios minutos para comprobar si algo cambiaba, pero todo seguía igual. Ansiaba atravesar la salida, pero también moría de miedo. ¿Y si era una trampa? ¿Si él solo intentaba ilusionarla para luego burlarse?

Como sea, tenía que averiguarlo.

Todavía adolorida, se levantó del suelo como pudo. Desde abajo, observó la escalera empinada y dudó en si sería capaz de transitarla. Pero la puerta seguía abierta y no podía perder el tiempo, así que se ayudó del barandal y subió.

Sigilosa, llegó a la salida y espió a través de la abertura. No vio nada alarmante. Tomó coraje y salió, fue casi como un impulso, no lo pensó demasiado. La luz que provenía de las ventanas afectó su sensible mirada y arrugó los ojos, intentando comprender el panorama. Todo estaba quieto.

Caminó apegada a la pared del pasillo, como si eso pudiera protegerla. Llegó a la sala principal y entonces, lo vio. Estaba hundido en el sillón, sosteniendo el mando del televisor y cambiando canales, obnubilado. El hombre había bebido demasiado alcohol, las botellas sobre la mesita ratona lo delataban.

Mía respiró hondo y se dijo a sí misma que era su oportunidad. Tenía que atravesar la sala para llegar a la puerta principal. Observó al hombre de espaldas, regresó la vista hacia la salida y entonces, corrió.

—Eh, mocosa. ¡Ven aquí, desgraciada! —gritó él, que se percató de su presencia tras oírla abrir la puerta principal—. ¡No puedes sobrevivir sin mí! —farfulló. Él siempre jugaba esa carta, la de <<soy tu única familia, sin mí estarías sola>>.

Pero Mía esta vez hizo caso omiso. Escapó. Corrió aunque el cuerpo entero le dolía. Corrió aunque el mundo exterior la aterraba. Corrió aunque respirar le costaba.

Exhausta, llegó hasta la avenida principal, donde chocó a una multitud de adultos ensimismados en sus vidas ocupadas. Un par la insultaron, otros le reprocharon que <<tuviera más cuidado>>. Varios conductores malhumorados le llamaron la atención a bocinazos y gritos de desprecio.

Mía sintió ganas de llorar pero siguió huyendo.

Ninguno reparó en ella. Nadie la ayudó.

 

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Theo tenía una sonrisa afable, de esas que iluminan cualquier ambiente y emanan calidez. Por eso, cada vez que llegaba a su trabajo, el resto se ponía de buen humor. Era el tipo de líder que cualquier equipo desearía tener. Sus colegas se apoyaban en él en los casos difíciles. Las enfermeras lo halagaban por su encanto natural. Los estudiantes de medicina, que llegaban para realizar sus prácticas, recurrían a él sin temor a preguntar. Theo los recibía y con paciencia, resolvía cada una de sus dudas. Los pacientes, usualmente niños, lo preferían. Los trataba de un modo amigable, pero tenía el carácter suficiente para confrontar a los padres, si era necesario.

Sin dudas, le apasionaba su profesión, la medicina. Llevaba la vocación en las venas. Le importaba la gente, quería ayudar.

Por eso, aquella mañana que ingresó al hospital, se percató de la niña que estaba hecha una bolita, durmiendo en las sillas de espera. Se detuvo, agachándose hasta quedar a su altura. Tenía los ojos cerrados. Estaba de costado, pero aún así fue capaz de notar los hematomas en su rostro.

—Hey, cariño. ¿Estás bien? —murmuró con voz suave. La niña abrió los ojos de inmediato, como si estuviera alerta. Tembló ligeramente—. ¿Están tus padres por aquí? ¿Viniste con alguien? —preguntó.

Ella, como pudo, negó. Theo notó que iba ligera de ropa. Vestía un pantalón de chándal, zapatillas desgastadas y una camiseta rasgada. De inmediato, se quitó su chaqueta de abrigo y la cubrió. Mía se aferró al borde de la silla, temerosa, hasta que sintió el calor que transmitía aquella prenda y le resultó agradable. Pero no pudo decir nada. No le salía la voz, no conseguía hablar. El temor le cortaba la garganta.

—Tranquila —habló Theo, percibiendo los signos de alerta—. ¿Puedes decirme si estás herida? ¿Alguien te hizo daño? —Por primera vez, Mía lo miró a los ojos y asintió. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas en silencio—. No te preocupes. Te ayudaremos ¿está bien? Aquí vamos a cuidar de ti —Sus palabras, la calmaron. Se sintió protegida—. Quédate aquí. Ahora regreso.

Theo se puso de pie y atinó a marcharse para buscar más ayuda, sin embargo, ella lo retuvo de la mano con fuerzas.

—No te vayas —imploró. Theo era la primera persona que no le causaba miedo.

Él no pudo ser indiferente ante esa mano pequeña que sostenía la suya con desesperación. También la sujetó, se aproximó como lo había hecho segundos atrás y le sonrió con calma.

—Está bien. Me quedo aquí contigo —aseguró—. Soy Theo —se presentó—. ¿Puedes decirme tu nombre?

—Mía.

—Tienes un nombre precioso, Mía —dijo tratando de animarla, pero ella no sonrió—. ¿Qué tal si buscamos otro sitio mejor para que puedas descansar?

Retraída, asintió. Para ese entonces, Theo ya se había percatado de la piel pálida, las contusiones en algunas partes del cuerpo y las marcas oscuras alrededor de sus muñecas. No quería dar nada por sentado, pero los pequeños indicios lo llevaban a construir una amarga teoría.

Aún aferrada a la mano de Theo, Mía se puso de pie. Se dio cuenta de que el hombre era realmente alto a su lado y lo observó desde abajo, sintiéndose tranquila por el halo de seguridad que él transmitía. Caminó unos cuantos pasos, pero al instante comenzó a sentirse mal. Sus piernas flaquearon. Se dio cuenta que le costaba respirar, le dolía el pecho. Trató de aguantar, pero acabó perdiendo la estabilidad.

—Hey, está bien. Yo te tengo. No te preocupes —los brazos de Theo la sujetaron, despegando sus pies del piso—. Carol, necesito ayuda —pidió a una enfermera que se topó en el pasillo.




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