Skay
No sabía qué decir ni cómo actuar, mi cabeza no paraba de intentar maquinar algún plan que pudiera liberarnos de las garras de Fausto, pero todas las posibilidades que me vinieron a la mente se fueron al garete cuando de detrás de nuestro enemigo, aparecieron otros diez fríos que habían estado escondidos tras los árboles. Eran tan silenciosos que apenas nos habíamos dado cuenta de su presencia, parecía que ni siquiera respiraran y se movían a una velocidad tan lenta que sus pasos se hacían prácticamente indistinguibles al mezclarse con los numerosos sonidos del bosque.
Todos ahogamos un grito e intentamos que el pánico no se apoderara de nosotros en ese preciso instante. ¿Era ese nuestro fin?
- Lo siento tanto, no sabéis cuánto lamento que ahora estéis en peligro… - dijo Diana y pude ver cómo una lágrima le resbalaba mejilla abajo.
Se me partió el corazón al verla de aquella manera e iba a decirle algo para calmarla y evitar que se sintiera tan culpable, pero Akihiko se me adelantó y colocó su caballo al lado del suyo para poder cogerle la mano y dedicarle una mirada preocupada.
- No me arrepiento de haber venido. – murmuró el muchacho en un tono de voz tan bajo que tan solo Diana y yo, que también me encontraba bastante cerca, pudimos oír.
- ¿Vamos a morir y esas son tus últimas palabras? – le espetó Diana, mirándolo muy fijamente y por un segundo me pregunté si se estarían intentando decir algo importante con tan solo la mirada.
- ¿Quién ha dicho nada de morir todavía? – preguntó Fausto interrumpiendo la breve conversación que se había establecido entre ellos y encaminándose cada vez más hacia nuestra posición, mientras sonreía sádicamente.
Fue en ese momento en que me preparé para lo peor. No podíamos salir huyendo, ya que si de algo me habían servido todos los libros que mi padre me había hecho leer, era precisamente para conocer a mi enemigo, ahora sabía que el poder del heredero de los fríos duplicaba el mío y que la lentitud de sus piernas la compensaba con la increíble velocidad de sus flechas de hielo letales. Cuando sus presas intentaban huir, ya fuera corriendo o a caballo, todas eran interceptadas por las flechas que creaba con sus propias manos y daban justo en el clavo, no fallaban nunca. No teníamos ninguna posibilidad de salir ilesos de ese enfrentamiento, pero no por ello debíamos quedarnos sin hacer nada y dejar que nos capturaran para torturarnos hasta morir, aunque si no había otra opción, prefería sacrificarme para salvar a mis compañeros y amigos.
- Por favor, deja que se vayan los demás y dejaré que me llevéis con vosotros. – musité, en el tono de voz más calmado que logré emplear.
- ¿Habéis escuchado eso? – preguntó Fausto, girándose hacia sus secuaces y riéndose a carcajadas por lo que acababa de decir, haciendo que estos se rieran también. ¿Tanta risa dábamos? – ¿Por qué iría a dejar a tus compañeros irse y pedir ayuda cuando puedo matar a la mitad y llevarme la otra parte conmigo? Tendría los rehenes más importantes de los cálidos: un falso heredero, junto con su prometida, de alta estirpe, y no olvidemos los guerreros que tanta molestia han provocado. Sería tan fácil mataros ahora mismo y acabar con la guerra terrenal… los fríos ganaríamos después de dos mil años luchando por una causa que muchos han olvidado.
- Tú no quieres acabar la guerra. – espeté, viendo el oscuro brillo que se había formado en su mirada.
- Adoro la guerra, es lo único que me da vida. El poder de quitar vidas… como si de un Dios me tratara para decidir quién vive y quién muere, es una sensación que simplemente no quiero arriesgarme a perder. – sentenció, recordando seguramente los últimos momentos en los que había sido capaz de experimentar ese sentimiento, el único que era capaz de sentir. Por eso amaban tanto matar los fríos, porque era el único momento en el que eran capaces de sentirse vivos, el único instante en el que podían experimentar alguna sensación.
El terror que se dibujaba en los rostros de mis compañeros en aquel preciso instante era evidente, estaba seguro que nunca antes habían tenido una conversación tan larga como aquella con el enemigo, ya que los fríos no solían pensar, ni hablar, tan solo mataban. Sin embargo, Fausto no era uno común.
- Si pretendéis usar a Alice, ella no os servirá en nada si nos matáis. – espeté, al ver sus intenciones, intentando disuadirlo.
- Veamos de qué son capaces tus guerreros. – dijo y a continuación, hizo un gesto a los fríos que lo acompañaban para que atacaran a mis compañeros que se encontraban un poco más alejados de Akihiko, Diana y yo.