Fría como el hielo

Capítulo 62

Alice

"Bienvenida a casa."

Grité hasta que mis pulmones se quedaron sin aire y volví a abrir los ojos de nuevo, completamente en shock por lo que acababa de suceder y jadeando. Sin embargo, el llameante fuego había desaparecido sin dejar ningún rastro y en lugar de encontrarme en el infierno me encontraba en mi nueva cama, la cual yo misma había visto en llamas hacía no más de media hora. Pero tampoco había ni rastro de las llamas que habían destrozado gran parte de aquella habitación y que habían conseguido herir a Hades.

Me llevé una mano a la cabeza, confusa y temblando.

- No... ¿Qué acaba de pasar? - murmuré débilmente, sin poder quitarme la extraña sensación en el cuerpo de haber estado bañándome en fuego.

Sabía que no había sido una simple pesadilla, no conseguirían engañarme. Todo había sido demasiado real para ser fruto de mi inconsciente, yo había vivido aquello, de lo contrario no lograba comprender por qué sentía todavía el fuego crepitando a mi alrededor o los gritos de sufrimiento de las almas en pena. La cabeza me daba vueltas y sentí como la habitación giraba en torno a mí por unos breves instantes.

Todo parecía en orden: mi vestido se encontraba intacto, mis zapatos en su sitio y la estancia tan impoluta como cuando había entrado por primera vez. A pesar de eso, yo sabía que nada estaba en orden, nada de lo que acababa de vivir podía ser únicamente fruto de mi imaginación, nunca había sido tan creativa y creía haber superado ya la fase de negación, en la que temía que el presente que estaba viviendo fuera solo por haber perdido la cabeza por completo. Tenía fe en seguir cuerda y en el fondo, algo me decía que la experiencia que acababa de vivir, había sido real.

Tal y como esperaba que hicieran, alguien picó a la puerta y tras unos segundos de silencio, Trevor apareció por el resquicio de la puerta, con la misma expresión en su rostro que siempre. La antigua Alice habría tenido un ataque de ansiedad en ese momento, pero la nueva mantuvo la compostura.

- No digas que es hora de mi entrenamiento. - espeté con aspereza en la voz, desafiante.

Sin embargo, mi medio hermano no hizo ademán de pedir explicaciones por mi estado de humor, ni siquiera se inmutó. A veces me parecía que los fríos no tenían sangre en las venas, se asemejaban a cuerpos sin vida y sin sentimientos, pero con instintos animales muy desarrollados.

En lugar de eso, hizo una reverencia y me hizo un gesto para que le siguiera fuera de la habitación. Fruncí el ceño con desconfianza, todavía no repuesta del shock.

- Vamos a pasarlo bien. - musitó, mientras conseguía que yo saliera por la puerta con cara de pocos amigos.

No le respondí, muy a pesar de que quería gritarle que en ese lugar no había nada que pudiera hacerme divertir.

Para mi sorpresa, los interminables pasillos ya no estaban vacíos, sino que se había creado una gran aglomeración en la que era difícil incluso avanzar. Todos los fríos caminaban con la cabeza bien alta y los ojos bien abiertos, ni siquiera parpadeaban y parecía que se movieran solo porque el de delante se movía. Me recordaban a zombis, a pesar de que hacía intentos en intentar verlos de otra manera, pero lo cierto era que parecían sacados de una película de terror. ¿Cuántas veces había sido comparada con estos seres terroríficos? Había perdido la cuenta. Sin embargo, empezaba a preguntarme si no tendrían parte de razón todas aquellas personas que habían decidido hacerme la vida imposible en la Tierra.

Nos perdimos entre diversos corredores y a pesar de que la gente se abría para dejarnos pasar, la aglomeración hacía que fuera incluso complicado coger aire. Por si esto fuera poco, mi mente seguía perdida entre las llamas y creyendo fielmente en que aquello no había sido un simple parasomnia.

Me encontraba tan dispersa en mis propios pensamientos, que ni siquiera me percaté de que el silencio de los fríos se había ido convirtiendo gradualmente en los mismos gritos que habían inundado el salón real con mi llegada, peligrosos y con ansias de sangre. Eran los gritos de un ejército por lo menos.

Finalmente, conseguimos llegar al final de un largo corredor, ajeno a la multitud y que conectaba con unas escaleras de aspecto bastante antiguo, ya que estaban hechas de rocas y desentonaban con la uniformidad del frío lugar.

- ¿Dónde vamos? – pregunté, mientras seguía a Trevor, con un tono de exigencia.

- Vamos a pasarlo bien. – respondió solemnemente, aumentando mi crispación.

- Eso lo decidiré yo. – espeté, sin un ánimo de confianza.

Tuve que subirme un poco el vestido para poder subir por los enormes peldaños, los gritos se escuchaban al otro lado de la pared. Subimos varios pisos y a cada escalón que subía, la desconfianza me iba invadiendo cada vez más. La antigua Alice habría perdido el aliento al llegar al segundo piso, pero sorprendentemente mis pulmones seguían relajados, a pesar de que mi corazón había empezado a latir acelerado al olerse que algo iba muy mal.

Una luz me cegó al llegar al quinto o sexto piso y tuve que girar la cabeza a mi izquierda para observar que la pared se abría con un aspecto circular, creando un paso que daba al exterior, donde estaba reunida toda la multitud.

Me quedé sin aliento al ver qué era aquel lugar: un coliseo. Mis piernas se quedaron fijas y con una mano me sujeté al borde de la "puerta" hecha de rocas. El anfiteatro era prácticamente igual al de Roma, que había visto en numerosas películas y series de la Edad Antigua. Sin embargo, nunca habría podido imaginar que me encontraría algún día en una réplica de este y mucho menos desde el mismísimo puesto del César, desde donde podría contemplar cada detalle sangriento de lo que se suponía que eran unos juegos.

Tal vez los fríos no fueran tan distintos a los humanos en algunos aspectos.

Trevor esbozó una sonrisa de dientes afilados cuando pudo ver el panorama al completo y me instó a sentarme junto al rey Ageon. Intenté no parecer horrorizada por los cruentos actos que debían de estar exponiéndose en el coliseo cada día que pasaba y caminé hacia el asiento contiguo al de mi padre, todavía sin atreverme a observar qué sucedía en la arena que hacía gritar tanto a la multitud acumulada.




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