El aire era frío y húmedo, las luces blancas parecían sofocar mi vista de alguna manera. Abrí el gran refrigerador para sacar un trozo de jamón y un poco de queso, la piel de mis manos tocaron una de las paredes frías mandando unas corrientes que me llegaron hasta el cogote.
Examiné el ticket que llevaba pegado en el contenedor, abrí los ojos al ver los números. Conseguir cosas así era bastante difícil, solo los más grandes y conocidos supermercados los tenían; era demasiado caro.
Desde que los Spaxes habían invadido la tierra —hace tres años— la carne, leche o algún otro tipo de producto elaborado de un animal era escaso, ya que ellos se alimentaban de éstos y tan pronto algunas especies se extinguieron, dejando así una ridícula insuficiencia de alimentos —para los humanos, claro—. Aquellos que seguían produciendo se convirtieron en empresarios multimillonarios, algo muy lógico, calculando las ganancias que obtenían vendiendo sus mercancías a ese precio.
Chasqueé la lengua y los metí al carrito en donde llevaba un poco de leche y pan, me dirigí a la caja en donde una jovencita de cabellos oscuros me sonreía, le pasé un par de monedas consiente de que eso no alcanzaba.
Inspeccioné velozmente el lugar; solo un par de personas estaban cerca. Para esta lamentable situación tuve que tomar otras medidas —esas medidas no me agradaban pero no tenía manera de salir de allí si no lo hacía —, tomé valor y entré a sus pensamientos, jugué con ellos haciéndole creer que le di suficiente. Ella volvió a sonreír e hizo que me sintiera desgraciada y asqueada. Cogí los productos rápidamente, metiéndolos a la bolsa con la cabeza gacha, ella tecleó un poco para luego extenderme una hojita, la acepté y salí de allí corriendo.
Caminé por los pasillos claros en donde algunas vendedoras con curiosidad, quizás tenía un rostro pálido y desastroso; así me sentía. Cuando por fin abandoné aquel lugar el aire fresco volvió a golpearme, el inmenso ruido de las maquinarias me volvía loca, dejé la amarga ciudad y me adentré a mi pueblito. Quedé en el muelle unos minutos disfrutando el cómodo silencio, miré el mar negro verdoso que atesoraba una tranquilidad horrible —toda vida en ella acabó —. Un cálido rozo en mis mejillas me avisó de mis lágrimas, apresuradamente me deshice de ellas con el puño de mi suéter. Alcé el rostro contemplando el gélido cielo, susurrando algunas palabras a lo que fuera que estuviese allí arriba, anhelando que me escuchase.
Cuando llegué a casa, noté que estaba demasiado silencioso. Y eso no era bueno. Saqué mis llaves prontamente y abrí la puerta, marché por los pasillos hasta llegar la sala. Mi corazón se tranquilizó al ver a mamá acostada en el sofá viendo televisión, ella volteó al notar que regresé.
—¿Cómo estás, cielo? —preguntó, colocándose entre la colcha—. Cuando desperté ya no estabas.
—Fui al mercado.
Salí de allí antes de que me preguntara de dónde había sacado dinero.
Bajé la bolsa sobre la mesa y agarré una tetera para cargarle un poco de agua, y ponerla a hervir e ir junto a mi madre. Me senté en la esquina cerca de sus pies y ella me brindó una sonrisa acogedora.
Desde que mi padre y hermano habían muerto en aquel accidente automovilístico, mi madre no volvió a ser la misma. Perdió su trabajo, se puso más débil, enfermiza, a veces comenzaba a gritar y a ponerse loca. Por eso trataba de estar siempre a su lado, aunque ella crea que no es necesario. Una vez cuando estaba en último año de coliseo, al volver de clases la encontré en la tina del baño con las muñecas sangrando, tuve que llevarla de urgencia a una estación de atención médica en la ciudad para que le revisaran.
Fijé mi vista en la televisión plasma que estaba frente a mí —una muy antigua —, la calidad no era tan buena. No podíamos conseguir un holoscreen porque su precio no estaba a nuestro alcance, pero nos conformábamos con lo que teníamos. En la pantalla un hombre trajeado daba su reporte.
—La inmensidad del campo Cayuk es utilizada para la preparación de los ejércitos de Atenas, que volvieron ante sus entrenamientos renovados. Al parecer hubo un cambio ante la aparición de armas modificadas que fueron aumentadas con la intensión de lograr un efecto más potente capaz de destruir a los Spaxes. El comandante Logan Perkins ha informado sobre una técnica que estarán desarrollando en el campo de batalla, además asegurando que tienen un arma secreta, que podría darles ventaja ante las tropas de estos temibles extraterrestres.
Algunas imágenes de los enfrentamientos siguieron ante la información.
Rodé los ojos en respuesta a sus palabras.
Cuando tenía catorce años los Spaxes atacaron Brasil en donde murieron millones de personas intentando defenderse. Los Spaxes son seres que provienen de un planeta llamado Zur, sus defensas eran mucho más poderosas que la del ejército brasilero. Y como era de esperarse la intrusión aparcó en América central y norte América.
Aunque suene raro, aquella situación no me incomoda para nada. Después de que los extraterrestres tomaron todo el planeta, las autoridades corruptas cayeron, las curas para las enfermedades —que creíamos incurables— aparecieron. Mejorando así la vida de muchas personas. Pero no todas piensan como yo, hay quienes insisten que la tierra es solo nuestra. Una ideología absurda para mi gusto, ya que antes la descuidaban y la destruían. Personas que se esforzaban en vano.
Las cortinas casi transparentes revoloteaban sobre la ventana, anunciando así un fresquito de lluvia. Dejé a mamá acostada aun en el sofá y salí al patio para recoger las sábanas que estaban extendidas sobre el grueso hilo azul. Tarareé una canción mientras juntaba, en un vistazo observé a mi vecina de al lado, que con una taza en sus manos me controlaba con asco y temor.
Desde aquel momento de horror en la primaria los rumores acerca de la niña anormal que vio morir a su compañera, recorrieron por todo el pueblo, obteniendo así una extraordinaria preocupación de vecinos que me señalan como un monstruo. Aunque no saben toda la verdad. Nadie más que yo y mi madre.