Luego de la pequeña escena que armó subí con el vaso de jugo. Entré a la habitación y estabas peleando por llamada.
No llamé tu atención y dejé el vaso en la mesa para irme de la habitación y no seguir oyendo tu acalorada conversación, cuando tus ojos se encontraron con los míos. Colgaste la llamada sin despedirte ni dar explicaciones a quién sea que estaba al otro lado de la línea. Me diste una sonrisa incómoda.
—Perdón no quise...
Negaste con la cabeza y te sentaste en el borde de la cama.
—No pasa nada.
Te bebiste un trago del jugo de mora, bajaste la cabeza y apretaste tu agarre sobre el vaso de cristal. Estabas templando y la preocupación se adueñó de mí.
—Araceli, ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
Levantaste la mirada hacia mí y tus ojos estaban llena de lágrimas.
—No, Camilo. Nada esta bien. Hay veces que por más fuerte quieres ser, más daño te causas. No quiero seguir siendo fuerte, no quiero seguir sintiendo esto. Lo odio...
Una de tus lágrimas reprimidas corrió por tu mejilla sonrojada. Mi corazón se comprimió contra mi pecho al ver tu sufrimiento a través de tus ojos.
—¿Quieres un abrazo, Araceli?
—Por favor...
Tu voz se rompió con tu llanto. Corrí a quitarte el vaso y te rodeé con mis brazos, atrayéndote a mi pecho. Lo soltaste todo, y eso era lo mejor.