Gritos Silenciosos.

Capítulo 10

Sé esa luz, que los que habitan en oscuridad necesitan.

Mi mente viaja a mi horrible niñez, estoy encerrada en ese pequeño cuarto, tengo frío, escucho el llanto de los otros niños, llaman a sus madres, sus gritos me llegan muy adentro, tienen miedo al igual que yo. Pocas veces logro verlos, nos mantienen separados, en las noches lo único que nos acompaña es el lamento.

Solo comparto con ese niño que se parece a mí, cuando los hombres malos vienen por uno de los dos, él me protege. Se ofrece para que no me toquen, no puedo ver la luz del sol, no sé cuándo sale o cuando se oculta, la puerta es negra, tiene una pequeña ventana por la cual nos observan. Hoy han traído a E, su rostro tiene morados, no quiere hablarme, está triste.

Se escuchan voces y yo escondo mi cabeza entre las piernas, no quiero que me vean, no quiero ser la elegida, tampoco quiero que se lo vuelvan a llevar. E se pone a mi lado sujetando una de mis manos, es su manera de decirme que no tenga miedo. Los pasos son más fuertes y siento como se detienen en cada puerta.

—Muñeca, levanta la cabeza. —pide el monstruo que me hace llamarle padre, le temo tanto a su voz, que una vez me orine encima, con los ojos cerrados lo hago, no quiero verle, otra voz habla.

—Quiero a ese, el pelirrojo. —aprieto la mano de E. No quiero que lo lastimen, no quiero se le lo lleven, suavemente acaricia mi mano, cuando lo apartan de mí.

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Presente

Fuertes golpes me hacen abrir los ojos, la cabeza me duele, aunque quiera moverme mi cuerpo no responde, los golpes se vuelven cada vez más fuertes. En vano intento ponerme de pie, pues ni puedo levantar la cabeza, escucho como mi puerta principal cruje, y pasos apresurados se acercan a mí. Hago mi mayor esfuerzo por mantenerme despierta.

—¿Qué hiciste?, ¿cuántas bebiste? —insiste, siento preocupación en su voz. —mis ojos se cierran involuntariamente, toma mi rostro entre sus manos.

—Hannibeth, abre los ojos por favor—

Lo siento, no puedo, lo pienso, no puedo hablar. Estoy flotando  mentiría si digo que no extrañaba esta calma temporal. Perdóname mamá, por ser débil, por caer una y otra vez. El chorro de agua helada moja mi cuerpo, ni así abro mis ojos, quiero olvidar la realidad, el mundo que me rodea.

No tengo idea de cuánto tiempo ha pasado, mi cuerpo traicionero ya no me permite controlar el frío, me veo en la obligación de abrirlos, estoy en la bañera de mi cuarto de baño, él está sentado en el piso, tomando pequeñas porciones de agua en su mano derecha para dejarlas correr por mi cabeza.

Sumergido en sus pensamientos, lo que sucede muy a menudo, desde que lo conozco, intento quedarme quieta para disfrutar de las caricias que recibo al pasar su mano por mi cabello, siento vergüenza, no quiero verle el rostro.

—¿Qué haces aquí? —pregunto, él suspira cansado.

—¿Desde cuándo? Pensé que lo habías superado. —en su voz hay compasión y culpa. Ignora mis preguntas.

—¿Por qué volviste? —grito sin poder contener las lágrimas, no necesito su lástima.

—Si es por... —coloca un dedo en mi boca haciéndome callar.

—No vine solo por eso, lo sabes. —algo revolotea en mi estómago.

—No puedes simplemente aparecer y hacer como que el tiempo no paso. —grito, tenerlo cerca, remueve tanto en mí.

—Perdón —clava las esmeraldas que tiene como ojos en mi. 

—Perdón, ¿Por qué? Por irte. —estoy temblando, ya no es por el frío.

—También por eso —contesta como si le dolieran mis palabras.

—¿Por qué más me pides perdón? De qué hablas Ad... —no logro terminar la frase porque junta sus labios a los míos, son suaves, carnosos, con sabor a menta, con hierbabuena. Mi mundo se detiene, el corazón me late con desesperación, es un beso corto pero lo suficientemente contundente para dejarme sin aliento.

—¿Por qué volviste, Adam? —pregunto sin voz.

—Por ti. —me mira con fiereza cortando lo poco que queda de mi respiración. 




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