En el espacio sideral, en el planeta que orbitaba la estrella Alnitak, ubicada en el cinturón de Orión, varios guardianes de alto rango se reunían con los líderes de aquel lejano lugar.
El príncipe caminaba desesperado, dando vueltas dentro del gran salón demostrando preocupación. Hatysa estaba estresada al ver a su hermano más inquieto de lo normal, por lo que, llamó la atención de su hermano hablándole firmemente:
—¡Santas flechas de Orión! ¿Quieres quedarte quieto por un momento?
Orestes frenó en seco y respondió —¡Estoy exasperado! El solo hecho de pensar que Ermor es capaz de volar a la Tierra en mil pedazos me aterra.
—¿Entonces sí te preocupa la Tierra? —cuestionó Hatysa.
A lo que Orestes respondió —Es una civilización primitiva que no tiene que ver en esto. —se acercó a su hermana y la miró a los ojos —dime qué ves.
Hatysa cerró sus ojos y vio el futuro —la humanidad estará bien, es todo lo que puedo decir. La pelea no será en el planeta.
Orestes respiró profundo y se calmó, pues realmente pensaba en el bienestar de los humanos. —Música para mis oídos.
En ese momento, Rigel llegó al salón para dar la noticia de que Silvain había regresado.
—¿Es cierto eso? ¿Mi primo ha vuelto? —preguntó el príncipe.
—Ha escuchado bien, mi señor. El guardián de Treocia ha regresado según el mensaje que recibimos de parte de Palene. —comentó Rigel apenas pudiendo hablar —El monumento dio señales del regreso de Silvain.
Orestes se acercó al guardián —iré a la Tierra, quiero ver a mi primo.
—Lleva estos atuendos para Silvain —demandó Hatysa y le entregó la ropa a Orestes. —Dile que me da mucho gusto su regreso.
El príncipe caenusiano buscó una roca y partió a la tierra, mientras que su hermana lo veía perderse en el firmamento.
—Vaya que el príncipe Orestes odia estar quieto —comentó Rigel.
—Estoy completamente de acuerdo —dijo Hatysa —y ese es su mayor defecto.
De camino a la tierra, Orestes sentía que su corazón latía a mil. No era solo por querer ver a su primo Silvain, sino que también, tenía miedo de enfrentarse a Ermor el terrible, ya que este estuvo a punto de arrebatarle la vida en la guerra del valle de la muerte.
«Maldito Ermor y su pútrida existencia, pronto llegará tu fin», pensaba al interior de aquella roca.
El caenusiano empuñaba con fuerza la espada que llevaba en su mano. Refunfuñaba al recordar aquella pelea en el desierto, lo maldecía una y otra vez.
Luego de un largo viaje, Orestes sentía que la roca se calentaba, lo cual le indicaba que ya había entrado en la atmósfera terrestre. Solo era cuestión de suerte si caía en un campo abierto.
Al pasar la atmósfera, la roca impactó salvajemente en la tierra. Orestes salió y vio a su alrededor. Un poco desorientado comenzó a caminar, Orestes estaba a cuatrocientos metros del escondite de Dione.
Una hora más tarde logró dar con el escondite y corrió para no ser visto, pues sentía la presencia de los secuaces de Ermor cerca de las montañas.
Al llegar a la cueva, el príncipe de Caenus y el guardián supremo de Treocia se dieron un fuerte abrazo. Estaban verdaderamente felices de verse después de mucho tiempo.
—Esto te lo envía Hatysa y que está muy dichosa por tu regreso. —dijo el caenusiano.
Silvain reparó la ropa, era digna de un guardián. Una túnica similar a la de Orestes, pero con el emblema de Saturno en lugar de la de Orión.
El guardián no dudó y se cambió de atuendo, lucía como un verdadero guardián de Saturno. Silvain finalizó por colocarse sus accesorios y su sombrero como símbolo de los anillos de Saturno.
—Como dicen los humanos —tomó su espada —que comience la fiesta.
Los cuatro guerreros salieron de la cueva y se dirigieron a París, en donde Ermor rondaba por las calles simulando ser un humano común. Sus secuaces seguían buscando a Dione, mientras que, Claudine estaba causando estragos en el orfanato.
Madame Simon ayudó a los niños a evacuar el lugar, le pidió al conductor del orfanato llevarlos al orfanato de camino a Épernay, en donde una vieja amiga trabajaba.
El autobús aceleró con los treinta niños a bordo, mientras la anciana esperaba con ansias a Silvain. —Ven pronto, muchacho. —repetía y repetía.
Silvian sintió el llamado de la mujer, y rápidamente se elevó por los aires en busca del lugar. Dione y los demás volaban tras él, pero Silvain era muy veloz.
Al llegar al lugar, encontró el orfanato destruido, y a madame Simon tendida en el piso. Corrió hacia ella y preguntó —¿Quién hizo esto?
Madame Simon lo vio convertido en el poderoso guardián que solía ser, lo admiró y con la voz entrecortada respondió —fue Claudine.
—¿Y los niños? —cuestionó Silvain desesperado —¿Dónde están?
—Los envié al orfanato de Amélie, allá estarán a salvo. —respondió la anciana —Ella, esa mujer nos engañó a todos.