Guardián: el renacimiento de Saturno

Capítulo 17

Décadas pasaron y los amigos de Silvain fueron envejeciendo lentamente hasta llegar a la muerte. El guardián sentía una gran tristeza al verlos partir uno a uno, en especial cuando su mejor amigo había dejado de existir. 

Una noche cualquiera, Silvain observaba por última vez el paisaje nocturno de la capital francesa. Lloraba desconsolado mientras permanecía parado en un solo pie sobre la antena de la torre Eiffel. 

Allí, entre sollozos, se despedía del planeta que lo adoptó por tanto tiempo. ¿Quién iba a pensar que habían llegado a la Tierra por accidente? 

Silvain jamás creyó que se enamoraría perdidamente de aquel primitivo mundo ajeno al de él; con habitantes sin poderes sobrenaturales y paisajes hermosos. 

—Con que esto sintió Dione —se dijo a sí mismo —pobre de mi amada esposa, lo que tuvo que soportar. 

Lentamente, Silvain se elevó y regresó a casa. 

Por primera vez en cientos y cientos de años, el guardián supremo de Treocia y todo Saturno estaba de vuelta. Sus súbditos no paraban de celebrar el retorno de su gobernante. 

Mientras tanto en Caenus, Orestes y su pueblo estaba por comenzar una nueva era. Una en la que no había oscuridad, una era en la que Ermor y Assane no estarían para causar caos, una era en la que Constantin no seguiría el destino de su padre, pues tampoco existiría gracias al poder de Dione, la esposa de Saturno. 

Las cosas en ambos mundos mejoraron; Silvain recuperó su reinado y Orestes estaba por ser coronado rey.

Para la ceremonia, los altos guardianes de Treocia habían sido invitados. Orestes finalmente había decidido que reinaría junto a su esposa Horana, la guerrera de Sabidia, con quien en poco tiempo tendría a su primer hijo, el príncipe Ferdinand. Quien al igual que su padre, heredaría los poderes de Orión, haciendo de este un guardián supremo. 

Dos años después, Dione y Silvain tuvieron a su primer hijo, Damian, heredero de los poderes de Saturno convirtiéndose también en guardián supremo al igual que sus ancestros. 

Ambos entrenaban a sus hijos para futuras guerras o simplemente para defenderse. Sabían que sus primogénitos llamarían la atención de ciertos enemigos que aún merodeaban por ahí, intentando robar sus poderes y acabar con sus vidas por ser guardianes supremos, pero uno de ellos estaba destinado a ser emisario al igual que Geovelyan. Por tal motivo debían ser muy cuidadosos con su crianza y educación, el otro seguiría los pasos de su padre. 

Cada joven guardián tuvo una hermana, Cefeida, hermana de Ferdinand y Berenice, hermana de Damian. Quienes habían nacido con grandes poderes. Pero, la segunda era algo más poderosa que la primera. 

Ambas niñas estaban destinadas a cumplir con misiones importantes al llegar a la edad adulta. Una sería cazadora mientras que la otra sería protectora de su pueblo, llevando en sus hombros el peso de una gran responsabilidad. 

De momento, solo era cuestión de saber qué más dictaba el destino, pues, a pesar de que Hatysa podía verlo, no le estaba permitido decir más de la cuenta. Hacer eso era condenar su propia vida, y por lo menos deseaba un heredero antes de cometer semejante acto. 

Una mañana, de esas frescas y tenues mañanas típicas de Treocia, Silvain se encontraba caminando por los pasillos de su morada. Desde allí, miraba hacia el exterior, en donde podía ver a los habitantes del común y a los guardianes vivir en paz y completa armonía. 

Escuchaba las risas de sus hijos, algo que sin duda, alegraba al guardián supremo de Treocia. 

—¡Silvain! —pronunció Dione —finalmente te encuentro. 

—¿Ocurre algo? —preguntó Silvain un tanto alarmado, pensando que había alguna amenaza. 

—No es nada, tranquilo. Solo que te buscaba por todas partes, pensé que habías ido de cacería con tu primo. 

—Ya no somos niños, eso quedó atrás. Ambos tenemos grandes responsabilidades con nuestros pueblos. 

—Si quieres, puedes distraerte un poco, yo cuidaré de Treocia. 

—No quiero abandonar nuestro hogar ahora, ya estuve mucho tiempo por fuera —Silvain tenía mucha pereza de viajar a Caenus para ir de cacería con Orestes —será en otra ocasión. 

A lo que alguien habló detrás del guardián —¿Entonces vine hasta aquí por nada? 

—¡Por los anillos de Saturno! ¡Orestes! —dijo Silvain sorprendido. 

—Hay una criatura muy molesta perturbando a unos aldeanos en Castinia. ¿Recuerdas el lugar? —manifestó Orestes. 

—¡Cómo olvidarlo! Ahí decapitamos a un orco. ¡Así jugábamos de niños! —suspiró con nostalgia al recordar su infancia cuando su madre lo llevaba de visita a Caenus. —¿Qué clase de criatura es? 

A lo que Orestes respondió —Una enorme tarántula de veinte metros. 

—¿Qué ¡Olvídalo! No viajaré hasta Castinia para enfrentar a una maldita tarántula. —habló Silvain asustado —desde mi renacimiento le temo a esas cosas. 

Orestes no paraba de reírse de su primo —¡Miren! El gran poderoso Saturno, venció a Ermor el terrible, pero le teme a una araña. 

Dione intervino —No es gracioso Orestes, ¿O debo recordarte que le temes a los escorpiones? 




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