Sentado en un bello jardín con abundantes rosas rojas, Gustavo, un pianista de treinta años de edad, bebía un poco de jugo de manzana mientras leía uno de sus clásicos literarios favoritos: Hamlet, de William Shakespeare.
El músico se refugiaba en los libros y la música para no pensar en ella, la joven poeta de veinticuatro años que había flechado su corazón de manera tan fuerte que, con solo escuchar su nombre, Gustavo perdía la noción del tiempo. Brígida; su musa, que, para desgracia del pianista, ya tenía dueño.
Aquella cálida y soleada mañana de verano, Gustavo recibió una llamada del señor Orlando de Castilla, un empresario español que lo invitó a un evento musical. Emocionado por la invitación, el pianista no dudó en aceptarla. Realmente a Gustavo le pareció una excelente idea conocer España. Así que, marcó la hoja por la que había quedado en su lectura, guardó el libro y subió a su habitación para empacar. Por un instante llamó a Cristiano, su mayordomo.
—¿Sí, señor? —Cristiano acudió al llamado de Gustavo —¿Qué puedo hacer por usted?
—Quiero que empaques tus cosas ahora mismo, volaremos a España para un evento al que estoy invitado y necesito un acompañante.
—Me honra con su petición, señor. Pero ¿Puedo tomarme el atrevimiento de preguntar quién organiza dicho evento?
A lo que Gustavo contestó —Orlando de Castilla, un viejo amigo de mi padre. Date prisa, Cristiano. El señor de Castilla enviará por nosotros mañana.
—Como ordene —el mayordomo se retiró dejando solo a Gustavo.
El pianista pensaba en la joven Brígida mientras empacaba sus maletas. Cuando tomó las hojas en las que tenía escritas las partituras de sus piezas musicales, Cristiano llamó a su puerta —Señor, acaba de llegar una carta dirigida a usted.
—Pásala por debajo de la puerta, la leeré en un momento —ordenó el pianista mientras guardaba las partituras en un sobre. Habiendo terminado de empacar, el hombre se acercó a la puerta y se agachó para recoger la carta. Revisó el sobre, el remitente era la señorita Renata de Souza, una escritora y vieja amiga de Gustavo. En la carta, Renata le notificó que en la semana entrante viajaría a Oporto con el fin de visitarlo.
Para ese entonces, el músico estaría de regreso a Portugal. Gustavo salió de su habitación para cenar. Su madre lo esperaba, odiaba cenar sin su hijo. El pianista le comentó a su madre acerca de su viaje.
—Madre, mañana volaré a Madrid, el señor Orlando organizó un evento y soy el invitado especial.
—¡Qué dicha! Es una pena no poder ir contigo —comentó la señora Dilma —¿Con quién irás esta vez?
—Llevaré a Cristiano conmigo, ha sido un buen servidor y es lo menos que puedo hacer por él.
—¡Eres un ángel! —Exclamó su madre.
Gustavo sonreía tiernamente mientras miraba a su madre con mucho amor. Luego, se levantó y caminó hasta su habitación para empacar lo que faltaba. Mientras lo hacía, seguía pensando en la hermosa joven poeta que robaba sus suspiros y aumentaba su ritmo cardíaco. Gustavo estaba profundamente enamorado de esa mujer, que con tan solo escuchar su nombre, se desprendía de la realidad.
Cuando finalmente terminó de empacar, Gustavo se preparó para dormir. Pero antes, tomó su libro y continuó con la lectura de su clásico favorito.
—Seguiré mañana durante el viaje —balbuceó, pues ya estaba sucumbiendo ante sus intensas ganas de dormir.
El pianista cerró el libro y se acomodó entre sus sábanas. Cuando cerró los ojos, su mente quedó en blanco. De algún modo, Gustavo entró en un estado de relajación tan intenso que en cuestión de minutos, se quedó profundamente dormido.
Al interior de sus aposentos, Gustavo tuvo lo que sin duda había sido uno de los mejores sueños de su vida. El pianista tocaba aquel majestuoso instrumento produciendo la más suave melodía mientras que el teatro estaba vacío. Solo una persona lo observaba sentada en la primera fila; su musa, la hermosa poeta Brígida Soarez, quien era la responsable de robar los suspiros del talentoso músico.
En el sueño, Gustavo también vio cuando Brígida se puso de pie y subió al escenario. Cuando la mujer estaba a punto de darle un beso, un fuerte golpe al interior de la habitación lo despertó.
—¡Santa madre de Dios! —dijo al despertar mirando a todos los rincones de su habitación —¿Qué fue eso?
El maullido de Romeo, un gato somalí de color naranja, llamó la atención de Gustavo. El felino estaba sobre la mesa en la que el pianista solía escribir su libro, porque ser escritor también era su pasión.
—Romeo, ¿Qué estás haciendo allí? —habló Gustavo mientras se levantaba para bajar al gato de la mesa —deberías estar afuera, no puedes dormir en mi habitación. Sabes que no me gusta.
El felino seguía maullando, parecía estar algo inquieto, así que Gustavo bajó con Romeo hasta la cocina y le dio un poco de leche. —¡Oh! ¡Tenías hambre! —se echó en el piso y esperó a que el felino terminara de beber la leche.
Cuando el músico estaba por ponerse de pie, la señora Dilma encendió la luz de la cocina —¿Gustavo? ¿Qué haces despierto?
A lo que el músico respondió —Romeo tenía hambre así que lo traje a comer.