Hasta que digas sí

Capítulo II

El universo suele susurrar grandes mensajes en medio del caos. No lo olviden.

 

Llegué a casa casi por intuición. Arriesgarme a visitar sola algunos sitios que no conocía no había sido buena idea, sobre todo porque mi teléfono a medio camino se quedó sin batería y porque la noche hacía ver todo diferente. Sin embargo, había dado en el clavo.

Estaba algo agotada así que apenas llegué me di un baño y me encerré de nuevo en la habitación. Advertí que mis padres no se encontraban y que solo estaba Emma, la muchacha del servicio. Nada fuera de lo normal. El cansancio de aquél día era tanto que apenas logré reaccionar al día siguiente, cuando mamá dejó que la luz del sol pasara por la ventana al grito de: ¡Desayuno familiar! —Lo que sucedía muy de vez en vez, cuando la agenda estaba llena y mamá presentía que no iría con ellos a ningún sitio, por mucho tiempo “en familia” que eso nos quitara.

Después de despedirlos, tomé un libro y salí al patio a leer un poco. El día estaba precioso y aunque pocas ganas tenía de salir, no pasaría todo el tiempo encerrada desaprovechando tan buen clima. Me acomodé contra el cerco del jardín, debajo de un árbol y cuando quise entregarme al placer de la lectura, del otro lado se oyó una voz cantando la misma canción que había oído el día anterior en la playa cuando encontré al muchacho.

Cerré el libro y opté por disfrutar de ese pequeño instante que había perdido un día atrás. Pero de pronto mi teléfono comenzó a sonar y me alarmé tanto que sin querer golpeé mi cabeza contra los cercos haciendo que todo se detuviera y reinara de nuevo el silencio.

—¿Mamá?

—Sophie, solo quería avisarte que Emma llegará un poco tarde. Si vas a salir espera a que llegue.

—Claro —corté.

Al parecer solo ahuyentaba al muchacho, porque luego de eso no volví a escuchar su voz. ¿Por qué lo hacía?

Abrí el libro nuevamente pretendiendo concentrarme en una de mis historias favoritas, pero al cabo de unos minutos me di por vencida y volví a la habitación.

Al poco tiempo el timbre sonó. Era Emma.

—Emma, llegas en el mejor momento. Voy a salir, ¿sabes? Haz lo que te encargó mamá y si quieres puedes ordenar mi cuarto, te lo agradecería mucho. ¡Adiós!

Mi aceleración era única. Apenas había alcanzado a tomar las gafas y los audífonos. Pero lo mejor para un hermoso día era una linda visita a la playa. Sin embargo, antes de correr allí, cuando elevé la vista hacia la puerta vecina me topé con el muchacho de la playa.

—Hola —dije tratando de ser amable.

Noté que venía con alguien y ante su silencio, su amigo respondió con una sonrisa.

—Vamos, Lucas —lo escuché decir antes de empujarlo.

¡Genial! Llevaba día y medio en Brasil y ya había conseguido que alguien me odiara. Ignoré lo más que pude el episodio y continué caminando.

Ya en la playa, me recosté sobre la arena a escuchar algo de música mientras tomaba sol. Había extrañado mucho la calidez de sus rayos estando en Alaska. Era la gloria y pretendía borrar todo rastro de palidez para encajar aún más en ese sitio de perfectos bronceados.

—Hola —escuché de pronto sobre mí. Era el mismo chico del día anterior, el de comentarios estúpidos. Me quitó de un lado el auricular para que le prestara atención—. Pedro, ¿recuerdas?

—¡Ay no, dios santo! —me senté—. ¿No que de seis a diez? —lo observé por encima de las gafas.

—Quizás es el destino, nena.

—Como se empeña la vida conmigo —respondí por lo bajo.

—Empezamos mal otra vez. No seas grosera.

—¿Y tu amigo…?

—Thomas.

—Thomas.

—¿Qué? ¿Lo prefieres antes que a mí? ¡Oh, nena!

—¿Por qué demonios me gasto contigo? —rodé los ojos.

—Sé amable, bebé —guiñó un ojo.

—Soy Sophie, no “bebé” —extendí la mano por educación para saludarlo. De todas formas estaba reconsiderando no ganarme el odio de alguien más en Brasil.

—Pedro. Pedro Lanza. Y no eres de aquí, ¿verdad? Eso ya lo sé.

—¿Es muy obvio?

—No tanto. ¿De dónde vienes?

—De muchos lugares.

—¿Cómo? —preguntó mientras se sentaba a mi lado.

—Negocios de familia. Me llevan de un sitio a otro.

—¿Niña rica?

—¿Qué? —suspiré profundo—. Podría decirse.

—Puedo enseñarte San Pablo si quieres.

—¿Sabes, Pedro? Debo irme. Quizá luego.

—Acabas de llegar —rió.

—No sé mentir, lo siento —sonreí nerviosa.

—Te invito algo.




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