Hasta que las luces se apaguen

Un viejo llorón

Volví a ese bar silencioso y extraño. Talvez por eso me decantaba por aquel lugar, porque era una anomalía que atraía más anómalas. No iba solo, llevaba conmigo una muchachita colgada del brazo, esa que siempre pretendía y reclamaba ser la protagonista de mis relatos. Hoy, le di algo más que el simple protagonismo de mis relatos, hoy la llevé conmigo.

Al entrar, las mismas caras cansadas y trajinadas de siempre. Talvez era por eso, el hecho de encontrar rostros ya vencidos, lo que me daba cierta esperanza, por lo que me decantaba por aquel lugar.

Saludé al cantinero

—Richard…

—Eh, Franco. Bien acompañado.

—Gracias, lo mismo de siempre…

En la misma mesa, en el mismo lugar.

—¿Qué quieres tú? —le pregunté a mi invitada. Ella pidió lo mismo.

—Richard, ¿Por qué la tarima está decorada?

—Pensé que lo sabía.

—¿Saber qué?

—Hoy se presenta el viejo.

—¿Qué viejo?

—¡Carlitos!

—Carlitos… Carlitos… —se sacudía la muchachita a mi lado.

Tomamos asiento. No hablamos mucho, yo nunca lo hacía, la muchachita parecía ansiosa, miraba para todos lados, como buscando algo o alguien. Simplemente me limitaba a tomar de mi botella en silencio, como siempre lo hacía cuando iba solo, no existía diferencia alguna ahora.

—¿Cómo está tu bebida? —le pregunté.

Ella se limitó a asentir con la cabeza, ausente.

El lugar se llenó lentamente. Rostros jóvenes, limpios y pulcros, casi perfectos. Eso me jodía de la juventud actual, nada de imperfecciones, nada de heridas ni cicatrices, como si no hubieran pasado por el mundo, por este mundo. Parecían venir de otro lugar, ¿O era yo el desubicado? Muchachitas como la mía, que no llegaban a esa edad madura, se sobresaltaban con facilidad, eran nerviosas y raquíticas, como delicadas porcelanas al filo de un accidente. Hombres mechudos y con el pelo suelto, llevando camisas con estampados del rostro y el nombre de Carlitos. Hombres que llevaban un cigarrillo apretado en la boca y la expresión decidida a comerse el mundo. Muy seguramente abandonarían a mitad del camino. Esos que tienen la cara les falta decisión.

Todos esperábamos, digo todos ya que me dejé contagiar del ánimo general. Mi acompañante finalmente decidió hablar, no hacía más que hablar de Carlitos.

—Carlitos esto… Carlitos aquello…

Yo apenas sabia de Carlitos lo que acaba de aprender. Mientras tanto seguía igual, chupando de la botella en silencio. El tiempo pasaba y Carlitos no llegaba, se hacía esperar. Tenía estilo, el muy cabrón. La gente se seguía entusiasmando, no le molestaba la espera, todo a causa del licor. Mi acompañante no hacía más que repetir lo mismo:

—Carlitos… Carlitos… Carlitos…

Finalmente. El tipo llegó. No gran cosa, la verdad. Un hombre ya viejo y cascado. La barriga le sobresalía sobre los pantalones ajustados con un cinturón de cuero. Se movía lento y cuidadoso, como frágil. Se sentó allí, en la tarima y por el micrófono dio las buenas noches. La gente gritó, se estremeció, se enloqueció. Mi muchachita se escapó de mis brazos para meterse de lleno en la muchedumbre que vitoreaba. Yo me quedé atrás de todo.

El hombre sonreía, discreto y triunfal. “El tipo lo tiene” pensé. No sé lo que hizo, pero lo tiene. Los tiene a todos enganchados, enloquecía al público con solo unas sonrisas picaras y tímidas. Yo hasta ahora empezaba, muy seguramente me quedaría a mitad de camino. Tenía la cara, pero aún me faltaba mucho.

Decidí quedarme un rato más, talvez lograra sacar algo interesante de todo ello.

El hombre calmó al público y empezó a hablar. No gran cosa, el mismo discurso de siempre: La vida, la locura, el desespero, el alcohol. Tenía una neverita portátil al lado de su silla. Sacaba una botella tras otra mientras seguía hablando. Luego, paso a los poemas. Sabia hacerlo, había que reconocerlo. Su voz era potente e hipnotizadora, les daba vida y sentido a los relatos. Así pasaron unos cinco o seis poemas. Charlas en medio de unos, confesiones en otras tantas. Yo ya había dado por perdida a mi muchachita, pero me parecía interesante lo que el hombre contaba. Ya cuando lo noté pasado de tragos, hizo la confesión más difícil.

—Tengo que confesar algo, chicos…

Dijo que se sentía solo, muy solo. Que todas las compañías de diferentes mujeres no bastaban, no eran suficientes para calmar la angustia.

—Solo necesito una, solo una que se quiera quedar…

Y el hombre empezó a lagrimear. El público se estremeció, ¿Qué tenía un viejo llorón?

Ahora, todos lloraban con él. Me pareció algo un tanto ridículo e inadecuado, ya quería salir de allí, pero no lo podía hacer sin mi muchachita. Así pues, me metí en la muchedumbre. Los aparté con facilidad, estaban débiles por la cerveza y la tristeza del viejo. No encontré a mi muchachita sino hasta llegar a la primera fila. La tomé del hombro y la obligué a volverse. Lloraba a moco tendido.

—Carlitos… Carlitos… Carlitos… —balbuceaba.




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