Los pasos me despertaron a medianoche. Parecía que alguien recorría la galería del segundo piso, bajaba las escaleras y se alejaba hacia la biblioteca.
Contuve el aliento, paralizada de miedo, mi corazón batiendo como un tambor. Hasta que recordé donde estaba: una casa revestida en madera por dentro y por fuera en el medio de la nada. No era un ladrón. Era la casa crujiendo. Me di la vuelta y seguí durmiendo.
Me tomó un par de días aburrirme de explorar la mansión, revisar cada habitación, admirar la decoración y las pinturas, estudiar cada retrato de los Blotter, vagar por el bosque hasta el Quabbin. Sentía que era imposible cansarme de disfrutar el paisaje y llenar mis pulmones con ese aire tan puro que olía a árboles. La mansión también tenía su olor particular. A casa antigua, por supuesto, pero también olía a hogar. El hogar de alguien que no era yo, aunque me sentía cómoda viviendo allí.
De lunes a sábado, Susan y Mike llegaban a las nueve y se movían con sigilo, limpiando y arreglando detalles. Bastaba ver su actitud, especialmente cómo espiaban por sobre sus hombros, para darse cuenta que Susan no había sido completamente honesta cuando dijera amar Casa Blotter, porque más bien parecía que les inspiraba un respeto nacido del temor.
Quizás eran los ruiditos constantes que plagaban la mansión a toda hora. Golpecillos, crujidos como pasos en los pisos y escaleras de madera, esas cosas. Si hubieran sido más audibles, habría parecido que había media docena de personas viviendo allí.
El lunes ocupé el estudio del tercer piso apenas Susan terminó de limpiarlo y pasé varias horas allí arriba, la laptop abierta, mi guitarra en mi falda y la mirada perdida en el paisaje, la mente tan en blanco como la página frente a mí. Perdí noción del tiempo, tocando y cantando en susurros, mi cabeza allá afuera.
Los pasos seguían despertándome a medianoche. El martes salté de la cama, abrí la puerta de mi dormitorio de par en par y asomé la cabeza al corredor. Para encontrarlo desierto, por supuesto.
—Es tarde, Casa Blotter —dije en voz alta—. Vamos a dormir, por favor.
Volví a la cama dejando la puerta abierta, y acababa de apagar la luz cuando me pareció escuchar el eco de una risita infantil. Seguramente había sido un pájaro nocturno en mi ventana. Me dormí en un minuto y ningún otro ruido volvió a despertarme. No esa noche.
El quinto día de mi nueva vida, me subí al auto y fui al pueblo por provisiones. Susan mantenía el refri y la despensa bien abastecidos, pero no conocía mis gustos y había cosas que echaba en falta.
Como era de esperar en un pueblo chico, el dueño de la despensa buscó cualquier excusa para preguntarme quién demonios era y dónde diablos me alojaba. Su sonrisita cuando nombré Casa Blotter me resultó antipática.
—¿Y cómo la tratan los fantasmas?
—¿Perdón? —No me gustó que sus palabras me recordaran los pasos y la risita infantil.
—¿No sabía que la mansión está embrujada? Es la casa más embrujada de todo Massachusetts.
—No tenía idea.
—La señorita Grace trató de tener un inquilino una vez, hace unos cinco años. El pobre huyó despavorido a los dos meses. ¿Será que usted le cae bien a los fantasmas?
—Mire usted. Sí, debe ser eso —Recuperé mi tarjeta de crédito, recogí mis cosas y me fui.
Antes de volver a la mansión, pasé por la sociedad histórica de Hardwick. Las señoras que me atendieron parecían tan complacidas como divertidas al escucharme preguntar por Casa Blotter, y me dieron material de lectura como para tres meses. Lo que no sabían es que soy rata de biblioteca pura raza, y no tenía otra cosa que hacer.
Así que llevé todos los libros y los álbumes con recortes de periódicos al salón oriental, el más cercano a la cocina y a uno de los baños del primer piso, me acomodé en el sillón bajo la ventana y me dediqué a leer y tomar notas.
Pasé los dos días siguientes leyendo hasta que me ardían los ojos, ignorando tanto a Susan y Mike como a los ruiditos constantes. Traje mi guitarra del tercer piso, para tocar y cantar en voz baja cuando no tenía más alternativa que suspender la lectura para descansar la vista.
El domingo, después de pasar mi primera semana en la mansión, y sin extrañar ni una pizca de mi antigua vida, advertí que los ruiditos cesaban por completo cuando tocaba y cantaba las baladas retro que mamá me había enseñado. Raro. Apenas rasgueaba el primer tono, los ruidos parecían oírse más cerca por un momento, y luego un silencio irreal llenaba la casona. Como si los fantasmas, si existían, hicieran una pausa para escucharme tocar. Lo que resultaba aún más extraño era que no me molestaba. La idea de seres sobrenaturales e invisibles a mi alrededor no me perturbaba en absoluto.
Tal vez Susan tenía razón: la casa tenía ideas propias, y ya me estaba afectando.
Terminé de leer todo lo que me dieran sobre los Blotter ese domingo al mediodía, y me sorprendía que en los 150 años desde que fuera inaugurada, no había ocurrido ninguna tragedia en la mansión.
Joseph Blotter la había mandado a construir para su esposa Ann Marie y sus tres hijos. El matrimonio había tenido una vida larga y placentera antes de morir allí mismo, por causas naturales. Su primogénito Edward había regresado varios años antes con su esposa e hijos, para asistir a sus padres en su vejez. La mansión nunca había albergado habitantes que no pertenecieran a la familia, y los Blotter habían vivido allí generación tras generación hasta Grace Blotter, la última descendiente directa de Joseph y Ann Marie, que por algún motivo que seguía escapándoseme, había decidido dejármela a mí.
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Editado: 22.07.2023