—Sus medicamentos, señor Price —pidió Amy desde el hogar. No hubiera podido sonreírle aunque le fuera en ello la vida.
Price se volvió hacia ella ceñudo. —¿Perdón?
—Debe darme sus medicinas.
—Pero las necesito al mediodía para tomarlas.
Amy sostuvo su mirada un instante y se volvió hacia mí. —¿Me darías la bolsa, por favor?
Me apresuré hacia ella para devolverle la bolsita de tela. Y me quedé tan cerca del calefactor como podía sin caerme dentro del hogar. Oh, sí, qué bueno era sentir esas llamas después de estar afuera en aquella mañana helada.
Price respiró hondo, molesto. Su voz atronó toda la casa.
—¡Isaac! ¡Nuestras medicinas!
El segundón se apresuró a bajar un momento después como buen caniche obediente, trayendo una cartuchera de viaje rebosante de frascos de pastillas. Se la tendió a Price, que señaló a Amy con un cabeceo.
—Vamos de a una —dijo ella, sacando un manojo de pequeños frascos de vidrio con goteros y alineándolos en la repisa del hogar.
El se… Ya suficiente de llamarlo así. Isaac tomó unas pastillas al azar y leyó en voz alta el nombre del medicamento. Amy tomó uno de los goteros y lo intercambió por las pastillas.
—Tómenlas en vez de las píldoras —explicó—. Cada gotero está rotulado con el nombre de la medicina que reemplaza. Tomen tantas gotas como pastillas suelen tomar, sin alterar la frecuencia.
—¿Qué son? —inquirió Price desconfiado.
—Puede llamarlos remedios homeopáticos. Surten el mismo efecto que las píldoras.
—No necesito brebajes homeopáticos.
—No, lo que ustedes dos necesitan es empezar a cortar la dependencia.
Isaac me lanzó una mirada rápida, alzando las cejas. Sí, hubiéramos preferido dejar a los otros dos solos para que se mataran a gusto, pero no podíamos.
—¿Dependencia? —repitió Price enfadado—. ¿Insinúa que somos adictos o algo así?
Amy se encogió de hombros. —Sólo intentaba ser cortés, pero sí, ésa es la palabra correcta. Tienen una clase particular de parásito que promueve adicciones para alimentarse de adictos. Necesitamos debilitarlo, o nos pasaremos un mes entero intentando eliminarlo.
Price olvidó su actitud apocada para erguirse en su metro ochenta y tanto, mortalmente ofendido.
—No lo haré.
—Dígaselo a ella —replicó Amy señalándome—. Esto lo hago para ayudarla. Creí que era por eso que vino: para ayudarla y poder hacer su estúpida filmación en fecha.
Si las palabras fueran bofetadas, a Price le hubiera sangrado la nariz. Sus ojos descendieron hasta mí y alzó las cejas, el rey ordenando que el súbdito hable so pena de muerte. Amy no me permitió decir palabra.
—¿Qué hará? ¿Se largará porque no puede vivir sin sus malditas píldoras? ¿O es lo bastante hombre para dejarlas por cinco días?
En ese momento vi una pelotita que dejara en la mesa de café. Destelló apenas Amy maldijo, y tuve que cubrirme la boca para reprimir una risita tonta. Mi actitud atizó las llamas del orgullo herido de Price.
—¿Qué es tan divertido, jovencita?
—¡Por Dios! —exclamó Amy—. ¡Te habla como si fuera tu maldito maestro de primer grado!
—¡La boca, Amy! —susurré.
Hice lo posible por contenerme, pero oí que Isaac también sofocaba una risita. Evitar mirarnos no sirvió de nada, y estallamos en carcajadas sin poder evitarlo. Price nos enfrentó como si le hubiéramos escupido la cara. Al menos Amy sonreía.
—Lo sé, lo siento, Ann —dijo la médium—. No quise ser tan maleducada, pero este hombre… Sí, exacto.
Price miraba a su alrededor, tratando de descubrir a quién le hablaba. Como no encontró a nadie, alzó la vista, ahora en busca de cámaras ocultas.
—Le está hablando a la señora Blotter —dije, tratando de controlarme—. Está… ¿Dónde está, Amy?
—Allí, en el sofá, con Edward y Joseph.
—¿De qué carajos están hablando? —estalló Price.
—¡La boca! —lo regañamos Amy y yo al mismo tiempo.
Isaac me enfrentó con una mueca incrédula. —Vamos.
Saqué mi teléfono, adonde descargara la app SLS que usaba Trisha y alcé la vista hacia el sofá.
—¿Le molesta, Ann?
—Muéstrale —respondió la app de mi teléfono, sobresaltando a los Cazadores.
—Gracias.
Abrí la app y le mostré la pantalla a Isaac. Los palotes silueteaban a Ann sentada en el sillón, con Edward y Joseph de pie tras ella, firmes como soldados.
—¡Estás bromeando! —exclamó Isaac, sus ojos saltando del teléfono al sofá ida y vuelta.
—Ya, Fran. Dejemos de perder tiempo —terció Amy, usando su turno de hablarme como si fuera mi maldita maestra de primer grado, y se volvió hacia Price—. ¿Y bien?
Isaac me tendió la cartuchera y subió la escalera de puntillas. Se la tendí a Amy, que meneó la cabeza sin apartar los ojos de Price.
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Editado: 22.07.2023