JEREMIAH
El hotel era hermoso, nunca en mis dieciséis años se me había pasado por la cabeza que llegaría a hospedarme en un sitio como ese. Mientras Milo y su padre eran recibidos por el gerente del hotel, yo contemplaba atónita la magnitud de la recepción, el vestíbulo de entrada era grande y luminoso, decorado con plantas tropicales y fuentes en forma de cascadas. Estaba tan hipnotizada con la decoración que no me fijé en el chico que se acercaba a mí hasta que nos estrellamos de frente y mi maleta se resbaló de mis manos.
- Lo siento – dije sin mirarlo y me agaché a recoger mi equipaje
- Jeremiah, ¿estás bien? – escuché decir a Milo que se acercaba a mí en ese momento.
- Si, sólo fue un tropiezo – le respondí mientras levantaba la mirada hacia el chico con el que me había tropezado.
Era alto y delgado. Llevaba las manos en los bolsillos y cuando lo miré a la cara me di cuenta que tenía un ojo morado, una ceja rota, una mejilla que le sangraba y una expresión de fastidio que sorprendentemente encajaba a la perfección en su rostro roto de facciones perfectas. Me miraba con una ceja levantada y la cara ladeada, no estaba segura de lo que su expresión quería decirme, pero supuse que quería que me quitara de su camino, cosa que hice de inmediato.
Me dirigí a la recepción con Milo y nos encontramos a su padre recibiendo las llaves de nuestros cuartos.
– Subamos, refresquémonos y nos vemos en una hora en la recepción para ir a comer algo. Me temo que tendrán que pasar el resto del día solos pues tengo reuniones a las que asistir después del almuerzo – nos dijo el señor Brown obsequiándome una mirada paternal. Esa era una de las razones por las que Milo había querido que usáramos este viaje, su padre estaría ocupado la mayor parte del tiempo y esperábamos que no notara mi ausencia por un par de días.
Milo ya me había contado antes, como, cuando planeaba las vacaciones de ese año, le propuso a su padre traerme con ellos, con el pretexto de que no íbamos a vernos mucho después del verano. Sin embargo, sus intenciones no habían sido otras que enviarme a Honolulu a buscar a mi padre de una vez por todas.
– ¿Nos vemos en media hora? – preguntó Milo al acercarnos a nuestras habitaciones, una al lado de la otra.
– Claro – respondí con una media sonrisa.
Hacía ya dos años que habíamos encontrado una carta sin enviar de Claire Scott, mi tía, dirigida a su cuñado y mi padre, Dante Rogers en Honolulu, Hawái. Yo tenía catorce años y Milo quince, mi tía nos había enviado a casa pues había olvidado un informe de cuentas muy importante en su escritorio. En esa época la acababan de promover a administradora, por lo que habíamos podido mudarnos a un pequeño apartamento en Brooklyn.
En el escritorio donde mi tía guardaba sus documentos del trabajo, Milo y yo encontramos un sobre sin sellar con una carta dirigida a mi padre, del que yo nunca había escuchado una sola palabra, y al que hasta ese momento había dado por muerto.
Dante Rogers,
Soy Claire Scott, hermana de Lana Scott, tía y tutora legal de su hija, Jeremiah Scott.
No entraré en detalles absurdos acerca de su vida o la mía, si lucho contra lo que mi razón me dicta y le escribo, es porque le prometí a mi hermana que alguna vez lo haría.
Su hija, a la que llamamos Jeremiah en honor a nuestro padre, tiene catorce años ahora, pero eso, supongo, ya usted lo sabe. Al morir, Lana me hizo prometer que me comunicaría con usted y le informaría de nuestro paradero por si quisiera venir a ver a Jeremiah alguna vez,
Adjunto mi dirección de correspondencia, puede escribirme cuando le apetezca,
Claire Scott,
Nunca supimos si la carta fue enviada o no, pues no volvimos a abrir ese escritorio. Yo me sentía en una pesadilla, si bien mi tía nunca me había dicho que mi padre estaba muerto, yo por alguna razón lo había supuesto. Ella hablaba constantemente de mi madre, quien había muerto durante el parto, pero la única vez que pregunté por mi padre, había cambiado de tema bruscamente. Así que en vez de buscar respuestas por otro lado o seguir insistiéndole que me hablara de él, yo simplemente había supuesto que estaba muerto.
Me sentía como una estúpida, por un lado, quería estar molesta con ella por haberme ocultado tanto tiempo el paradero de mi padre; pero por otro lado no podía, no podía enojarme con la mujer que había abandonado sus sueños de ir a la universidad para ocuparse de una niña que no era suya. Además, ahora que sabía dónde estaba mi padre, había decidido dejarlo estar, prometiéndome que alguna vez, más adelante, lo buscaría.
Y allí estábamos ahora, dos años después, dos chicos de dieciséis y diecisiete años planeando un escape a una isla a cinco horas de allí, a sabiendas de que si éramos descubiertos nos meteríamos en grandes problemas con mi tía y el señor Brown. Yo sabía que el plan sonaba absurdo, y muy por dentro estaba segura que nos descubrirían, pero a esas alturas poco me importaba. Saber que tienes un padre que vive, después de estar convencida toda tu vida de que no era así, era imposible de ignorar.