JEREMIAH
– Nueva York, ¿eh? Nunca he ido allí, dicen que es muy ruidoso – decía Elenek, un joven taxista que no había parado de hablar desde que salimos del aeropuerto. Yo le contestaba lo necesario por pura cortesía pues estaba demasiado adormilada para formar oraciones demasiado largas.
El radio del taxi me decía que eran las 3:30 a.m. Mis ojos se empezaban a cerrar solos y estaba segura de que había cabeceado un par de veces; los nervios me habían mantenido despierta durante el vuelo. Me sentía ansiosa y cansada.
Le había pedido al taxista que me llevara al hotel, pues, aunque estaba ansiosa por terminar con todo de una vez, no lo estaba tanto como para ser tan imprudente de aparecer en la casa de un hombre que seguramente desconocía mi existencia y decir “Hola, soy tu hija. ¿Quieres que hablemos?” a las 4:00 de la madrugada.
Mi mente no había dejado de vagar desde que me subí al carro del hotel y me dirigí al aeropuerto. Estar tan cerca de conocer a mi padre se sentía irreal, y me asustaba su reacción al verme de pie en su puerta. Después de todo, yo desconocía las razones por las que él y mi madre se habían separado, o si incluso él sabría que ella estaba embarazada.
– Si, es un poco ruidoso – le contesté a Elenek que me miraba por el espejo retrovisor a la expectativa.
– Sí, sí, por supuesto. Yo prefiero mi isla, ¿sabes? Es tan... –. El muchacho calló inesperadamente mirando hacia el frente, mientras bajaba la velocidad. Yo ladeé la cabeza un poco para ver qué pasaba y al hacerlo me di cuenta que a unos cuatro carros más adelante, en la mitad de la calle había una multitud de personas reunidas bloqueando el paso.
– Algo pasa allí, ya vuelvo – anunció el chico mientras salía del auto. Lo observé adelantarse y lo perdí de vista cuando entró en la multitud.
Tras varios minutos, el taxista no volvía y yo empezaba a impacientarme, salí del auto a sabiendas que tal vez esa no era la mejor idea, pues las multitudes nunca lo eran. Caminé decidida hacia allí para ver qué pasaba y empecé a buscar a Elenek con la vista. Entonces, cuando estaba intentando ver sobre las personas, una sirena lejana se hizo escuchar y la multitud se dispersó tan rápido que pude ver por fin de que se trataba el embrollo.
En el centro de la calle había dos chicos en el piso, uno de ellos en posición fetal con la cara bastante magullada y el otro con los nudillos rojos y llenos de sangre cerniéndose sobre el herido, ayudándolo a levantar sin mucho éxito. Los otros involucrados en la pelea, dos hombres altos y robustos, tras propinarles una última patada a los chicos, habían corrido a toda prisa hacia los autos detrás de ellos.
Yo busqué con la mirada a Elenek, pero no pude encontrarlo y cuando estaba a punto de dar la vuelta hacia el taxi, escuché un quejido proveniente de uno de los muchachos.
Tal vez fue eso lo que me hizo adelantarme hacia los chicos, sólo sé que en cuestión de segundos estaba a su lado. Tomé del brazo al chico más herido y lo puse sobre mis hombros, ayudando al otro a levantarlo. Este me dedicó una mirada incrédula tras unos ojos chispeantes de furia.
– ¿Hacia dónde? – pregunté al chico de ojos furiosos. Algo que odiaba era la violencia de todo tipo, aborrecía toda forma de sufrimiento. Pero aborrecía aún más a los aprovechados, y aunque no sabía que había ocurrido allí, estaba segura que estos chicos se habían llevado la peor parte de la pelea.
– El auto está mucho más adelante –. respondió el muchacho con vos ronca.
– ¿No sería mejor esperar a la policía?
– Si supiera qué sucedió, tal vez; pero ya que no estoy seguro de que mi amigo pueda salir limpio de esta…lo mejor es que no – respondió el chico con un tono seco. – Además no deberíamos haber estado aquí en primer lugar, somos menores de edad – añadió en un tono cansino.
Entonces un auto pasó por nuestro lado a toda velocidad distrayéndome al observar con desconcierto que era mi taxista, llevando a los dos hombres anteriores y a una chica morena en el taxi donde aún estaban mis pertenencias.
– ¡Hey! – grité sorprendida y rogando con todas mis ansías que Elenek se detuviera. No lo hizo.
– ¿Los conoces? – preguntó el chico mirándome con sospecha.
– Es mi taxista – respondí con una mirada de angustia –. Todas mis cosas están allí.
***