Herederos

Malas Ideas

JEREMIAH

Estaba furiosa conmigo misma por haber sido tan ingenua. Si no me hubiera hecho ilusiones como una niña pequeña nada de esto hubiera pasado. Estaría tranquila en Brooklyn, en pijama, leyendo un libro y comiendo pizza. Y no abandonada en una isla sin nadie a quien acudir. Era toda mi culpa, creer que Milo y yo podíamos manejar la situación sin tener que involucrar a un adulto fue la cosa más estúpida que se nos pudo ocurrir.  Y ahora me encontraba a merced de un extraño que me miraba con cara de pocos amigos, y que de seguro no hallaba la hora de deshacerse de mí.

 

Permanecimos en silencio durante un tiempo, él concentrado en la carretera frente a él y yo embobada con el paisaje de la isla, tratando de distraer mis pensamientos para no echarme a llorar de nuevo. Entonces cuando el silencio se estaba volviendo demasiado incómodo para pasarlo inadvertido él lo rompió encendiendo la radio.

 

Young, dumb,

Young, Young, dumb and broke

Young, dumb, broke, high school kids.

 

Esas palabras me hicieron rodar los ojos y pensar en lo absurdo de mi situación. Eso era exactamente lo que era, una chica tonta y rota. Si hubiera decidido hablar con mi tía en vez de hacer las cosas por mi cuenta, tal vez me habría ahorrado la decepción. Y aunque no estaba segura de que eso era lo que hubiera preferido a largo plazo, estaba segura de que era lo que habría escogido en ese momento. Pues pensar en un padre desconocido era mejor que pensar en uno que no te quería.

 

Cerré los ojos y apreté el puente de mi nariz con el dedo pulgar y el índice y respiré profundo. No podía seguir llorando delante de este chico del que, ahora que lo pensaba, no conocía ni el nombre.

 

- ¿Cuál es tu nombre? – le pregunté.

 

- Jules – respondió sin mirarme.

 

- ¿Tienes un apellido? –. El chico ya sabía mucho de mí, lo mínimo que debía saber yo era su nombre completo. 

 

Giró su rostro hacía mí y me observó con el ceño fruncido durante unos segundos.

 

 - ¿Vas a interrogarme?

 

- Es sólo un nombre, tú ya conoces el mío. Lo viste en el formulario en la estación.

 

- Sé mucho más que tu nombre. Se mucho más de lo que debería saber de ti y apenas te vi por primera vez hace un par de horas.

 

- No por gusto – murmuré a la defensiva.

 

Sabía que estaba siendo una carga para ese chico, sabía que quería deshacerse de mi lo antes posible, su rostro no disimulaba ninguno de esos sentimientos. No podía culparlo, había puesto mucho en su plato sin siquiera conocerlo, y no me gustaba sonar mal agradecida, pero tampoco quería que pensara que me gustaba eso. Que quería ser una carga para él, para nadie.

 

El auto giró a la derecha y se adentró en una zona con casas de estilo contemporáneo, jardines grandes y patios que daban al mar. Condujo hasta el final de la calle y entró por un arco hacía un camino de piedra que crujía bajo las llantas del auto. Al final del camino había una casa blanca, elegante, rodeada de lo que parecían ser plantas típicas de la isla. Si no fuera porque me había gastado mi cuota de emoción diaria, tal vez me habría impresionado.

 

El chico aparcó en el camino de piedra junto a otros dos autos mucho más elegantes que el jeep que conducía. Supuse de inmediato que debían ser de sus padres. ¡Sus padres! ¿Y si decidían llevarme a la policía? ¿O hablar con mi tía?

 

El chico se encaminó hacia la entrada de la casa y al ver que yo no bajaba del auto se giró mirándome con impaciencia.

 

Estaba empezando a arrepentirme de haberlo acompañado. No acababa de salir de un problema completamente y ya estaba posiblemente metiéndome en otro. En ese momento, la opción de ir a la policía sonaba mucho mejor que irme a la casa de un desconocido que conocí en una pelea, pero ya era tarde. Además, aunque le diera mil vueltas al asunto, mi mente aún estaba algo adormilada por los recientes acontecimientos. Necesitaba comunicarme con Milo. Me mordí el labio y bajé tras el chico que decía llamarse Jules, y que al parecer no conocía más expresiones faciales que furia, impaciencia y aburrimiento.

 

Lo alcancé en la entrada, él sostuvo la puerta abierta para mí y yo entré en un pasillo de recibidor de paredes blancas y una puerta de vidrio que bloqueaba la vista al resto de la casa. Entonces la puerta de entrada se cerró tras de mí y una punzada de inseguridad se instaló en mi pecho. Y si este chico era un violador, o peor un asesino, o peor, trabajaba para una mafia de trata de órganos, o peor, de blancas. Me giré hacía él, estaba recostado en la puerta cruzado de brazos y mirándome con una expresión que no pude leer.




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