Bruno recorrió el pueblo en medio de un atardecer teñido de nostalgia y resentimiento. Los años habían pasado con una lentitud insoportable, arrastrando cada uno de sus pasos hacia un solo propósito: la venganza. El viento soplaba fuerte, como sus recuerdos, trayendo pedazos de una vida que ya no le pertenecía. Una vida truncada demasiado pronto, marcada por una tragedia que había dejado huellas profundas en su alma.
El pueblo seguía casi igual, con sus calles y casas tan familiares, evocando momentos de su infancia. Sin embargo, notó algunos cambios: nuevas construcciones, negocios desconocidos; el tiempo había pasado dejando su huella. Aunque el lugar conservaba su esencia, también había avanzado.
Pero Bruno no había vuelto para revivir el pasado, sino para enfrentarlo. Los años lejos no habían sido de aventuras ni alegrías, sino de una obsesión constante que lo había consumido, como un fuego que nunca se apaga.
Ahora estaba de vuelta, dispuesto a derrotar a quienes le arrebataron su felicidad y su infancia, para cerrar ese capítulo de su vida de una vez por todas. Había vivido solo para este momento, esperando el día en que pudiera ajustar cuentas. Su vida se había convertido en una sucesión interminable de días grises, donde la risa y el amor no tenían lugar, sacrificados en nombre del rencor.
No había espacio para nada más, ni siquiera para sí mismo. Bruno había olvidado cómo disfrutar de la vida. Cada día que pasaba lo alejaba más de quien solía ser y lo acercaba a lo que debía hacer. El chico dulce y soñador que una vez fue, se había desvanecido, dejando paso a un hombre forjado por el dolor y el silencio. Y ahora, ese hombre estaba de regreso, con la mirada endurecida, el corazón cerrado y el alma rota, dispuesto a cerrar el ciclo que lo mantenía prisionero desde hacía tanto tiempo.
No podía evitar pensar en sus sueños de infancia, ahora reemplazados por una sed de venganza implacable. La muerte de sus padres, una herida que nunca sanó, lo había consumido por dentro. Finalmente, había vuelto para buscar justicia a su manera.
Mientras seguía conduciendo, sentía cómo cada tramo del camino, cada casa que dejaba atrás, lo acercaba más a su objetivo. Sin darse cuenta, había salido del pueblo y ahora conducía sin rumbo fijo, hasta que algo inesperado lo obligó a frenar en seco. A un lado del camino, una bicicleta yacía en el suelo, y más adelante, bajo la luz cálida del atardecer, una joven de cabello castaño estaba inclinada junto a un arbusto. Su silueta irradiaba una paz que chocaba con su tormenta interna.
Era como un destello en la penumbra, y algo en esa escena lo cautivó. Bruno sintió una atracción y una nostalgia inesperadas, como si esa imagen reavivara un sentimiento que creía olvidado. No era solo la belleza de la joven, lo que le fascinó; había algo en su serenidad, en la manera en que permanecía allí, tranquila y absorta, que evocaba una vida que apenas recordaba, una vida donde la ternura y la calma aún tenían cabida.
La joven parecía concentrada en algo a sus pies, y la curiosidad lo impulsó a salir de su camioneta. Caminó con cautela hacia ella, intentando entender qué hacía. A medida que se acercaba, vio la escena con más claridad: la joven se había agachado y estaba tratando de acariciar a una gata, recostada sobre un lecho improvisado de hojas. La gata, madre reciente, estaba rodeada por tres pequeñas crías, recién nacidas, con los ojos aún cerrados y un suave pelaje gris.
— ¿Necesitas ayuda? —preguntó Bruno suavemente, tratando de no asustarla.
La joven se sobresaltó y giró de inmediato, levantando la vista mientras se incorporaba. Durante un instante, la desconfianza brilló en sus ojos, pero al observarlo mejor, se relajó al ver que ese hombre no parecía ser una amenaza. Había más preocupación en su mirada que cualquier otra cosa.
— No, gracias —respondió Megan, esbozando una sonrisa que intentaba disimular su sorpresa—. Solo me aseguro de que estén bien alimentados y seguros.
Bruno bajó la vista y observó la escena con mayor detenimiento. La gata, protectora, se mantenía cerca de sus crías, con las orejas atentas a cualquier movimiento. Se agachó lentamente, cuidando de no alarmar a la madre, que podría volverse agresiva si se sentía amenazada.
— Son adorables —comentó, observando con ternura a los pequeños gatitos que maullaban en busca de su madre.
— Sí, lo son —respondió Megan, acariciando con suavidad a uno de los gatitos—. Solo espero que la madre pueda cuidarlos bien y que logren encontrar un buen hogar.
— Parece saludable, aunque un poco agotada —dijo Bruno, notando el pelaje algo desordenado y la delgadez de la gata—. Tal vez sería bueno llevarla al veterinario, solo para asegurarnos de que todo esté bien.
— He estado trayéndoles comida y agua desde que los encontré hace dos días —explicó Megan, con una nota de preocupación en la voz—. Quiero que se acostumbre a mí, antes de intentar moverla.
— Estás haciendo un buen trabajo —dijo Bruno, intentando tranquilizarla—. Pero llevarla a una clínica sería ideal. A veces, las mamás necesitan un chequeo después del parto y quizás algún suplemento especial para tener la leche suficiente para todos.
Megan asintió, sonriendo levemente, pensando que eso era precisamente lo que tenía en mente. Ambos permanecieron en silencio, observando a los gatitos que empezaban a moverse torpemente, buscando la calidez de su madre. Era un momento de quietud compartida, en el que las palabras eran innecesarias. La presencia del otro parecía suficiente.
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Editado: 02.12.2024