La cocina estaba animada. Marcos, apoyado en la mesa de madera, observaba cómo los empleados cortaban, revolvían y acomodaban bandejas humeantes. No resistía la tentación: cada tanto estiraba la mano y probaba un trozo de pan recién horneado, una salsa, una fruta ya lavada.
—¡Señor Marcos! —bramó el cocinero—. Si sigue metiendo mano en mis ollas, le juro que le cocino los dedos y los sirvo de guarnición.
Las risas sonaron en la cocina. Marcos, con una mueca pícara, se llevó otro bocado a la boca.
—Pues le advierto que me tiene que cocinar bien, porque soy difícil de digerir —replicó, arrancando otra carcajada general.
En medio de aquella distensión, la puerta se abrió de golpe. Gabriel apareció en el umbral. El silencio se hizo inmediato; no era común verlo en la cocina, y mucho menos con ese aire tan resuelto.
—Marcos —dijo simplemente.
Éste arqueó una ceja, tragó lo que tenía en la boca y dejó el trozo de pan que había robado. Gabriel le hizo un gesto seco para que lo siguiera.
Ya en el salón, lejos de las miradas de los sirvientes, Gabriel se volvió hacia él con una sonrisa radiante.
—Aceptó. Weaver firmará el contrato.
Su entusiasmo era tan evidente que parecía rejuvenecido. Sin embargo, Marcos permaneció serio, asintiendo apenas.
—Es una buena noticia —dijo con un tono plano.
Gabriel lo miró con desconcierto.
—No seas aguafiestas. Es más que “bueno”. Es el inicio de todo. Hasta Evelin se emocionó cuando lo supo por sus razones.
Ese último comentario endureció aún más el gesto de Marcos. Gabriel, notándolo, dejó escapar una carcajada ligera.
—Vamos, no pongas esa cara. Si sigues así, vas a espantar a todos con tu humor lúgubre.
Marcos lo observó, intentando mantener el gesto serio, pero al final cedió con una sonrisa.
—Maravilloso —dijo Gabriel, señalándolo con un leve movimiento de la mano—. Esa es la sonrisa que quería ver. Esta noche, en la cena, vamos a brindar como corresponde.
….
El comedor estaba iluminado por la luz cálida de los candelabros. Los platos de porcelana lucían impecables, y sobre ellos se sirvió un lomo al vino con guarnición de verduras asadas, que llenaba la sala de un aroma delicioso.
Entre bocado y bocado, Gabriel y Marcos derivaron la conversación hacia la política local, comentando las últimas medidas del gobierno y el impacto que podrían tener en el comercio. Marcos aportaba observaciones agudas, mientras Gabriel replicaba con la seguridad de quien sabe leer las corrientes ocultas detrás de cada decisión.
Fue en medio de esa charla cuando Gabriel pareció recordar algo. Dejó su copa sobre la mesa y lo miró.
—Necesito un favor.
Marcos frunció el ceño.
—Eso suena peligroso.
—No tanto. —Gabriel sonrió apenas—. En la fiesta de Eduardo, necesito que acompañes a la señorita Clara Blythe.
Marcos abrió los ojos, incrédulo.
—¿En serio? ¿¡Otra vez!?
Gabriel alzó una ceja, divertido por la reacción.
—Es la prima de Evelin, ya la conoces. La pasaste bien la otra vez conversando con ella.
—¿Bien? —bufó Marcos—. Fue tolerable. Gabriel, es la fiesta de mi amigo. No quiero ir de niñero de una chiquilla entusiasmada con lienzos y pinceles.
Gabriel, sin perder la calma, replicó:
—La necesito contenta. Iré con Evelin, y ella quiere llevarla, tú sabes que no puedo encargarme de las dos.
Marcos lo miró fijo, ladeando un poco la cabeza.
—¿Y por qué quieres llevar a Evelin?.
Gabriel sostuvo su mirada, y su sonrisa se volvió más controlada, casi calculadora.
—Porque quiero que todos la vean a mi lado. —Dejó una pausa breve, lo bastante larga para subrayar sus palabras—. En una reunión social como la de Eduardo, no se trata sólo de copas y música. Se trata de mostrar alianzas, de marcar presencia. Que me vean acompañado por la nieta de Weaver es, en sí mismo, un mensaje.
El tono fue tan sereno como frío, sin un atisbo de romanticismo: puro cálculo, pura estrategia.
Marcos lo miró un instante en silencio, evaluando cada palabra, hasta que soltó una risa seca.
—Claro, todo un tablero de ajedrez para ti, ¿no? —dijo con ironía—. Mientras tanto, yo hago de peón para entretener a una niña aburrida.
Gabriel lo observó como si la queja le resbalara.
—No es tan terrible, Marcos. Sólo necesito que lo hagas.
Marcos suspiró, apoyando los codos en la mesa.
—Lo dices como si yo tuviera elección —lo miró serio—. Está bien, como siempre. Pero no esperes que lo disfrute.
Gabriel dejó escapar una sonrisa satisfecha, como quien sabe que ya ha ganado la partida antes de mover la pieza.
….
Gabriel apenas había conciliado el sueño. Su mente iba y venía, calculando los movimientos, repasando cada palabra que usaría para asegurarse de que el contrato quedara sellado de una vez. Cuando la primera claridad despuntó en el cielo, no soportó más la quietud de la cama. Se levantó, consciente de que era más temprano de lo habitual, pero incapaz de quedarse allí sin hacer nada.
Cruzó el pasillo y se detuvo frente a la habitación de Marcos. Sonrió de medio lado, divertido por la idea que acababa de atravesar su mente, y empujó la puerta con sigilo.
Dentro, Marcos dormía boca arriba, el cabello revuelto y el gesto relajado. Gabriel avanzó de puntillas, se inclinó de golpe junto al lecho y dijo con voz grave, casi gutural:
—¡Marcos… despierta, hay alguien en la casa!
El efecto fue inmediato. Marcos abrió los ojos de par en par, incorporándose con un reflejo instintivo, y lanzó un golpe directo contra la sombra que tenía encima. Su puño se estrelló contra el hombro de Gabriel, arrancándole un quejido entrecortado.
—¡Ah! —Gabriel retrocedió, llevándose la mano al hombro mientras soltaba una carcajada—. Maldita sea, ¿tan fuerte ibas a pegar? Esto fue una mala idea…
Seguía riendo, aunque el gesto de dolor lo delataba.
Marcos lo miró boquiabierto, todavía recuperándose del sobresalto.
—¡¿Pero qué demonios te pasa, Gabriel?! —exclamó, incorporándose del todo—. ¡Podrías haber salido peor!