Hijos De La Desgracia: El Camino De Celestino.

Parte 2: Iniciando El Camino Del Guerrero.

El fluir del tiempo transcurrió con la cadencia de una melodía suave, y cuatro años se desvanecieron como hojas arrastradas por la brisa desde el día en que Charles y Celia fueron sepultados junto a los altivos muros del castillo real. En aquella fortaleza enaltecida, Laureano, el señor comandante de la guardia del rey, apartó por un instante las maquinaciones políticas y las artes bélicas para consagrarse al florecimiento y la instrucción del joven Celestino.

Aunque apenas había atravesado el umbral de sus catorce años, el joven ya había revelado un coraje deslumbrante durante los breves años de su aprendizaje. Ahora, su figura se alzaba ligeramente más alta, esbelta y grácil, sus ojos esmeralda irradiaban un fuego interior incandescente. El legado de su madre, la hermosa Celia, relucía en su mirada. Aquellos pequeños rizos apenas insinuados, que antaño adornaban su cabello, ahora se multiplicaban y ensortijaban como delicadas ramas en miniatura, algunas de las cuales caían en su frente, añadiendo un sello distintivo a sus finos rasgos.
Su rostro, donde la tez trigueña adquiría un matiz cautivador, comenzaba a asemejarse cada vez más al de su amado padre, Charles. Sin embargo, a pesar de los rigores del adiestramiento y los encuentros con las crudas realidades de la guardia real, el ser de Celestino permanecía intacto, como un manantial claro que perpetuamente fluye. Su noble corazón continuaba latiendo con la misma humildad con la que había cruzado las puertas del castillo cuatro años atrás. En cada encuentro, en cada mirada y en cada palabra, se reflejaba la semilla de grandeza que había heredado de su padre, y el carácter íntegro que su madre le había legado.

Tan agudo en ingenio como un caleidoscopio de sabiduría, Celestino dejaba pasmados a cuantos se cruzaban en su camino con su capacidad de asimilar las enseñanzas. La educación impartida por los sabios preceptores, recomendados por su amigo el Conde Fulgencio, había dado frutos abundantes. Fulgencio, ahora consejero del rey, había sido el primero en discernir el potencial de aquel infante, cuando, acompañado por el peón Augusto, llegó a su finca, fatigado y embarrado, bajo el manto nocturno. Sin embargo, la centella de genialidad que faiscaba en los ojos del joven no escapó a la aguda perspicacia del astuto conde, quien desde aquel momento supo que, si hubiera de seguir a alguien, ese alguien sería él.

Entretanto, El Rey Fausto contemplaba con aguda atención al joven, pues lo concebía como el postrer vestigio corpóreo de su querido amigo Charles. Celestino había ingresado en los anales de su linaje, un vínculo que había sido hilado en reverencia a aquel individuo que había salvado su vida, pero a quien él no logró amparar en una fatal vuelta del destino.

Augusto, ahora el tutor oficial del chico, había devenido en su consejero más íntimo. Aun cuando sus conocencias dataran desde antes del albor de su existencia, su relación había trascendido las simples estructuras jerárquicas, transformándose en una amistad profunda y sincera.

Y así reanudamos el relato de su andanza, pues ésta merece ser narrada; al fin y al cabo, Celestino sigue siendo un hijo de la desgracia.




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